PLASTICA › LA MUERTE DEL PINTOR MIGUEL OCAMPO (1922-2015)
La semana pasada murió el pintor Miguel Ocampo en La Cumbre, Córdoba, donde vivió durante casi cuarenta años. Se inició en las vanguardias geométricas y con los artistas concretos.
› Por Fabián Lebenglik
El martes 24 murió el pintor Miguel Ocampo en su ciudad de adopción, La Cumbre, provincia de Córdoba, pocos días antes de cumplir 93 años. Una larga vida, que como artista comenzó con las vanguardias geométricas en la década del 40 del siglo pasado.
Fuera de algunos encuentros en Buenos Aires hace unos años, la última vez que quien firma estas líneas compartió momentos con Ocampo en La Cumbre fue hace siete u ocho años, cuando el pintor acababa de inaugurar su propia sala en esa ciudad, espacio que lleva su nombre y donde se preservarán sus pinturas y dibujos. Ese espacio de arte no sólo será un lugar de contenido valorable, sino que tiene una bella arquitectura, que algunos caracterizaron como a mitad de camino entre el estilo Bauhaus y la filosofía zen.
La Sala Miguel Ocampo surgió, según me dijo el pintor en su oportunidad, como demostración de agradecimiento a la ciudad en la que eligió vivir y pintar durante las últimas cuatro décadas. La sala, ubicada en la zona del Golf, uno de los lugares privilegiados de la ciudad, tiene estándares museísticos de nivel internacional y una perfecta acústica, pensada para presentar regularmente conciertos de cámara. La cualidad y valor del sonido (también del sonido del silencio) forman parte de la concepción del espacio.
En cuanto a la trayectoria artística del pintor, puede decirse que comienza a finales de la década del 40, ya recibido de arquitecto y como resultado de su primer viaje a Europa, cuando Ocampo eligió la tendencia geométrica. Y poco tiempo después, en Buenos Aires, a comienzos de los años 50, empieza su período como integrante del grupo de artistas concretos, con los ecos de la Bauhaus y guiado por la fuerte personalidad de Tomás Maldonado.
Ocampo trabajó en el servicio diplomático durante veinte años y sus destinos fueron claves para su desarrollo artístico. Estuvo destinado en Roma en la década del cincuenta, en París en los años sesenta y en Nueva York en los setenta: ciudades artísticamente muy influyentes. Cada uno de esos lugares dejó una marca en su obra, con lo que la obra de Ocampo podría sostener la hipótesis de que, de algún modo, el lugar es el estilo.
Aunque su estilo siempre recorrió una vía personal y paralela a la de las grandes tendencias, de las cuales entraba y salía con comodidad: A lo largo de su vida, el pintor se acercaba y luego tomaba distancia de las líneas dominantes de cada tiempo. Según las épocas, se dejaba influir un poco para luego ignorarlas. Así, el conjunto de su obra es paradójico en este punto, porque alterna entre la conexión y el aislamiento (con las tendencias dominantes en el mundo del arte). Aunque este último, el aislamiento, fue estructural: tal vez por una cuestión de temperamento y autopreservación. La conexión, en cambio, fue asistemática, porque es la condición que, según el momento, le permitió tomar algo de una corriente para hacerla propia.
Ocampo dejaba pasar el furor de una tendencia porque trataba de captar aquellas características relevantes, más allá de la moda. En su etapa de Roma, por ejemplo, durante la segunda mitad de la década del 50, la imagen geométrica se transforma de a poco y el artista va más allá del trazado de líneas y curvas de color y de la disposición de componentes geométricos. A partir de ese momento serán fundamentales la luz, el contraste y el claroscuro, para crear atmósferas, cosa que no le permitía del todo el arte concreto.
Durante sus años en París, en la primera mitad de la década del 60, el pintor se vuelca a una interpretación libre del informalismo, con el color como principal componente.
El período transcurrido en Nueva York, en los 60 y 70, su pintura conserva la centralidad de componentes como la luz y el color, pero suma la ondulación de la línea, los planos diferenciados, el puntillismo y el salpicado.
A partir de su mudanza a La Cumbre la pintura de Ocampo se inclina hacia el paisaje, en versiones abstractas pero al mismo tiempo evidentes. Aunque conserva aspectos de las etapas anteriores, atravesadas por la clave paisajística: vegetación más o menos proliferantes y vistas idealizadas de la geografía privilegiada de la ciudad. La paleta se hace más intensa al punto que aparece una cierta autonomía del color.
Otra particularidad del pintor es que por más funcionamiento autónomo que tenga cada cuadro, en realidad es necesario ver algo más de la serie para que la obra complete su sentido. Y, comprendiendo esta especie de solidaridad pictórica que va de un cuadro a otro, también se produce un fenómeno de serialidad dentro de cada cuadro. Pero se trata de una serie en el tiempo, porque cada obra contiene un desarrollo sucesivo que depende de la lógica interna de los colores y formas, de la intensidad del tiempo en que se detiene la mirada. Una misma obra cambia y opera en el tiempo. Son cuadros de larga duración, de efecto lento. El golpe de vista que en cierta manera es lo que rige la mirada contemporánea, rápida y esquemática, resulta pobre como acercamiento a la obra de Ocampo, porque su pintura depende del tiempo de visión que se le dedique.
En combinación con el funcionamiento sucesivo, temporal, de las obras, hay otro que surge explícito en los años noventa: la simultaneidad. Una larga serie de trabajos exhibe el plano dividido, que en conjunto compone una unidad temática. Cada división podría pensarse como un módulo que interactúa con los demás, de manera que el sentido está en la intersección de todos los módulos. Como en la serie erótica, las formas entran en contacto para producir sentidos nuevos. Esas líneas de corte en algunas series son fuertes y notorias y en otras se vuelven sutiles y apenas insinuadas. Generalmente introduce la línea como fuente de sentido: tanto en los cuadros concretos, en las pampas, en la serie erótica y, desde luego, en todos los cuadros de tono realista así como en su creciente producción de dibujos.
La pintura de Ocampo siempre está muy elaborada, pero nunca hace evidente esa condición. Se puede pensar en la serie de París, una reelaboración del informalismo en cámara lenta, en la que el gesto es inmanente y las líneas se organizan bajo la forma de un caos controlado. También está la extendida y ya mencionada serie erótica, donde las salpicaduras que llenan el plano para componer el color en la retina –más que en la tela– fueron realizadas con el golpeteo metódico de un pincel empapado de pintura contra un palo, que va liberando lentamente los pigmentos. La serie realista, de los 90, no sólo es producto de la observación, sino también de la invención.
La imagen de la pintura de Miguel Ocampo casi siempre está a punto de disolverse. Se trata de una pintura que –del mismo modo que sucedía con el hombre, que hacía un culto del pudor y la discreción– huye del énfasis, porque el componente central es el color y, en consecuencia, también, la luz. La pintura surge como un efecto secundario de la percepción. Y la sala de La Cumbre en que se exhibe ayuda a la mejor percepción posible.
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