PLASTICA › MARCIA SCHVARTZ Y EL TRASFONDO DE “JOVEN PINTORA”, SU MUESTRA EN EL MUSEO SIVORI
Para la pintora, los años de exilio significaron también una actividad intensa, un ejercicio de la mirada y las sensaciones que disparaba en el lienzo: gente sobre la cual la “alta pintura” no suele posar los ojos.
› Por Julián Gorodischer
Gente común. Así define Marcia Schvartz los cuerpos y los rostros de la galería de criaturas de su muestra Joven pintora (en el Museo Sívori, Av. Infanta Isabel 555, hasta el 15 de octubre). ¿Acaso el colectivero sexy, el carnicero que exhibe orgulloso la res o la vecina que lava obsesivamente la ropa no son “el 99 por ciento de la gente que se ve todos los días y que es pobre”? Se ven cuerpos y rostros de amigos, artistas, paseantes, travestis que no brillan en marquesinas como ahora, hombres promiscuos que padecen el sexo más de lo que lo disfrutan, otros desnudos que tenderían a ocultar los excesos de carne que aquí despliegan ante sus ojos de pintora/cronista de una época.
Los retratos de Joven pintora (la muestra pero también el libro que acaba de editarse para acompañar) la retrotraen a sus orígenes como artista en la Buenos Aires previa al golpe, luego en el exilio en Barcelona y en el regreso al Abasto, que la reencontró con la porteñidad perdida. ¿Alguien, que no sea Marcia Schvartz, estuvo mirando durante los últimos treinta años a la mujer que llora pelando la cebolla, las vecinas que dialogan entre balcones, la gorda que tiende la ropa y que se llama Doña Concha, en inquietante instalación y video alusivo en el Sívori, que la representan con voz gangosa, andar ralentado, sonrisa fija y un hombre en las entrañas? “Rostros como costillas –escribió el pintor Carlos Gorriarena sobre sus criaturas–, manos como pies, luces como heridas.”
–El morocho argentino siempre me pareció fascinante; después le dediqué toda una serie porque me pareció de una gran belleza que no se registra. Pinté a un morocho, y una crítica de arte me dijo que me estaba inspirando en Gauguin y a mí me encanta Gauguin, pero nada que ver –dice, con la voz nasalizada que la singulariza y el reproche atenuado que la arrima a la incomprendida que, en segundos, se olvida del tema–. ¡No ven! ¡No ven! No ven dónde están parados, no ven el país en el que están, el color que hay (y que fluye en los colectivos multicolor, los camiones flúo). Vos lo pintás y te miran con cara de culo.
–¿Pero dónde? ¿En las galerías de la calle Arroyo?
–La alta pintura no considera habitual poner el ojo ahí. Nadie lo hace, no miran a las viejas que hay en cada cocina. He pintado miles de viejas con el marido pelado al lado. Yo reflexiono sobre hasta qué punto yo quería ser esa señora. Bueno, el pintor es un gran exorcista. A veces tratan al artista como si fuera un diseñador gráfico. Y no tiene nada que ver. En el pintor hay un ojo de alguien.
Algunas de las figuras retratadas a lo largo de los diez años que van del ’75 al ’84 la vinculan con los amigos del exilio catalán de quienes nada sabe, con otros que murieron masacrados por la represión o, tiempo después, los que fueron arrasados por el sida. En muchos casos, sus cuadros son responsos. En otros, a la vuelta del exilio y ya instalada en el barrio porteño de Abasto, deja entrever la alegría del reencuentro con los colectivos, carniceros, tangueros, camioneros, o con la luminosidad que no asomaba en el grisáceo barrio gótico barcelonés. Nadie debería esperar el reflejo realista de la figura humana, sino “un aparente naturalismo en el que todas las categorías son trastocadas”, define Gorriarena. “Pintura dura, de pésimo gusto, sin atenuantes. Algo así como la antítesis de la pacatería de algunos de nuestros estamentos.” ¿Serán esos estamentos los que se encargaron de tipificarla como una retratista de la marginalidad?
–Se llama seres marginales a los seres de la calle –opone Marcia Schvartz–. Y en realidad los marginales son los otros. Un camionero o un tipo que está fumando porro en Barcelona no son marginales. Al carnicero o a la gente del colectivo los ves todo el tiempo. No vas a encontrar a nadie lindo, pero vas a ver a gente muy hermosa. ¿A qué viene el tema del borde? ¿Un camionero es un marginal?
–Tal vez marginal por estar afuera de una lógica de poder y belleza hegemónicos...
–Yo a esa lógica nunca adherí. Sí, en cambio, retraté a una parte específica de Barcelona (en la sección Marginalia) donde hay oscuridad, noche, pero que es un 10 por ciento de la muestra.
–¿No fue su propia condición de retratista migrante e indocumentada una posición marginal?
–Pero la señora que corta la cebolla no es marginal. En estos retratos hay gente que eran mis amigos, muchos artistas, muchos argentinos que se estaban ganando la vida como podían.
Los años de la Joven pintora (titulada así por tratarse de una iniciación como artista y por la afiliación a la JP –Juventud Peronista– de la cual era integrante, aunque aclara que como “perejila de la base, base, base...”) son, primero, los de la etapa previa al exilio español, cuando Marcia/niña se dejaba empalagar por una “galería de personajes nacionales y populares –define la curadora Laura Malosetti Costa– realizados antes de la partida: señoras teñidas de rubio de la rama femenina, cuerpos rechonchos de los veraneantes de La Salada o la Costanera Sur, parejas abrazándose y besándose con ferocidad...”. Pero la época en que la pintora era joven, el despertar de la alegría vocacional, correspondía también a la ferocidad de la dictadura.
–Primero fui a Madrid –dice Schvartz–, luego mis amigos se fueron para Barcelona, y hacia ahí los seguí. Yo estaba escapando de un peligro real y concreto, mataron a muchos amigos, gente como yo que tenía 20 años, con una mística de volver a la época de Perón.
De su período español datan las extrañas criaturas deformadas por su pincel, esas gordas y esos tipos en cueros, los pescados al azar y los desnudos posados unidos por el territorio. El lugar era el barrio chino; los personajes, travestis, putas, caminantes, todos juntos en una ciudad que era la contracara a la opresión porteña de entonces.
–Era el destape –recuerda–. Gitanos, seres de la noche captados por mi ojo que siempre fue vibrátil; pinté todo lo que me llamaba la atención, todo lo que estaba viviendo. Vivía ahí, con las prostitutas, todos alrededor del bar La Opera, con árabes, argentinos.... Y mi mirada es remelancólica. Son mis amigos, muchos que están muertos, otros que no sé dónde están. Pasaron muchas cosas horribles, pestes, y era mucha gente que vivía al borde. Yo le dedico el libro a todos los que posaron para mí... Es mi vida también, viste....
–Sus modelos, ¿se ligan, de alguna forma, al freakismo de las fotos de Diane Arbus, donde la rareza crece como potencia revulsiva y no como efectismo?
–Diane Arbus me fascina, la conocí en Barcelona. Hay marcas, pero ella era fotógrafa y yo soy pintora.
–¿Más recuerdos?
–Axel era un viejo danés, fascinado con mis obras, reloco, divino. El de Tardecitas de Cataluña era pintor; su acompañante, mi peluquero... Rulo era baterista; también estaban Miguel Abuelo y su mujer Krisha... Estás sin tu familia, sin tus amigos de toda la vida. Vas ahí, y de alguna manera te relacionás. La diferencia es que yo siempre pinté... Eso marcó una distancia: mucha gente no sabía cómo rehacer su vida. Miguel Abuelo sí, porque estaba pensando cómo volver acá y hacer su música.
Marcia Schvartz no volvió a trabajar tan intensamente como durante esos siete años de exilio; era una nena de 20, hiperproductiva, que extrañaba y que siempre pensó en regresar. “Pero Buenos Aires ya no era el mismo lugar...”
De esa España post franquista partió sin escalas hacia un barrio del Abasto previo al shopping y las torres, que la expulsaron luego al inmenso taller/casa del maravilloso boulevard Caseros. El tugurio la acogía con total hospitalidad. Marcia encontró en los camioneros figuras de protección a las que confiaba la seguridad de su casa. De los años ’80 datan “sus performances –enumera Malosetti Costa–, los grandes retratos al óleo del regreso, ésos que hicieron inconfundible su estilo y su modo de mirar desde adentro los turbulentos años de la vuelta a la democracia en las noches del under de Buenos Aires”.
–Cuando recién volví –dice– me fui a vivir al Abasto y me puse a pintar lo que veía. Me fascinaba ese lugar amable: el barrio gótico, en contraste, era el lugar más oscuro del planeta. Antes del shopping era una maravilla, con los camioneros que vivían ahí y te cuidaban la casa. Los camioneros son laburantes. Están ahí tomando mate, y te cuidan la casa.
Quien la clasifique deberá tener en claro que le está quitando algo. Su posición es: Soy pintora/ basta de palabras. Al intento fallido ella responde: No, no, no... A la cita de un textual ajeno, contesta: “Y... dicen cualquier cosa”. “Lo genial de la pintura –compensa Marcia Schvartz– es poder contar cosas sin la necesidad de la palabra que necesariamente enmarca. Y yo por algo soy pintora, no escritora. Quiero llegar sin toda esa información, todo ese ruido. Un pintor mira.”
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux