PLASTICA › MURIO EL PINTOR CARLOS GORRIARENA, REFERENTE DEL ARTE POLITICO DE LA ARGENTINA CONTEMPORANEA
Fue un cronista de su época sin perder universalidad; retrató y criticó el poder de turno sin voluntad de denuncia pero embriagado por la realidad que le tocó vivir. “La realidad no se deja poseer por cualquier persona, sino que establece claves para que se la posea o se la viole”, entendió Gorriarena, durante sus intensos años de vida.
› Por Julián Gorodischer
Carlos Gorriarena, que murió ayer a causa de un paro cardíaco en el hospital de la localidad uruguaya de Rocha (al cual había sido trasladado desde su casa de veraneo en La Paloma), fue uno de los principales referentes del arte político, emparentado con la obra de Antonio Berni; un nombre fundamental en el campo de la plástica argentina. Contó con “el juicioso dominio de unos recursos plásticos para expresar su crítica y su ironía frente a una sociedad que desfigura al ser humano mismo y lo convierte en objeto de mercado, de intercambio”, lo definió el ensayista Fernando Ureña Rib. En sus 81 años de vida realizó veintitrés exposiciones individuales y ciento noventa exposiciones colectivas, y fue poseedor de importantes distinciones que abarcan desde la Beca Guggenheim al Premio Konex de Platino; fue un artista versátil y multifacético que viró del naturalismo de sus orígenes (entre 1959 y 1963) al movimiento de la Neofiguración para instalarse cómodamente en el terreno de la sátira social.
“Contemporaneidad –escribió el escritor y crítico Miguel Briante (ver aparte)– quiere decir estar en el mundo, medirlo, agregarle cosas, modificarlo...”. Eso era Gorriarena, hombre que pudo trasladar a su obra sus pasiones políticas y sus percepciones sociales como un cronista de su tiempo, hecho que lo vuelve contemporáneo por naturaleza.
“El pinta. El va y pinta. Hay un muerto, y él va y lo pinta”, solía definirlo su colega y amigo Pablo Suárez. Extraña contemporaneidad que lo apartó de las modas, que lo hizo estrechamente cercano a lo nuevo, pero con la trascendencia de lo que no se olvidará con la aparición de una nueva tendencia. “Gorriarena se para frente a la tela con toda la libertad que él mismo se ha creado pero sabe lo que está haciendo –agregó Briante–. Rozó personajes que mezclan lo fellinesco con el posmodernismo, se asomó al tibio fenómeno punk de los suburbios de Buenos Aires, y ahora mismo sus cuadros rescatan una pareja perdida en una luz, o retratan una pareja que simplemente está en la cama, que simplemente existe.” El crítico Alberto Giudici escribió que “en los ’70 las imágenes desgarradoras de sus cuadros traducían el clima de persecuciones que ahogaba al país, mientras que en la democracia recurrió al sarcasmo para retratar con la misma fibra el universo de la frivolidad y el consumo”.
Si hay un comienzo, fue el de sus 17 años cuando ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes y conoció a sus maestros Lucio Fontana, en escultura, y Antonio Berni, en dibujo. La tríada de influyentes en su carrera se completaría con Demetrio Urruchúa, el anarquista, que le daría a conocer el amplio espectro de incumbencia de los pintores sociales. Como constante, se definió a favor de los materiales. “Así como los renacentistas renunciaron al temple, la mayoría de mi generación abandonó el óleo por el acrílico. Desde otro ángulo considero como profundamente racional todo lo que me ayuda a expresarme y como irracional todo aquello que me coarta, así esté perfectamente pensado”, aseguró una vez.
Entendió desde el principio que su actitud como artista sería mantener una posición abierta a la problemática del mundo y del propio quehacer. A partir de 1964 comienza su vuelta a la figuración, tratando de explicar las circunstancias en las que vivimos. Creyó en una realidad que imponía exigencias. “La realidad no se deja poseer por cualquier persona; establece claves para que se la posea o se la viole... mi intento es, precisamente, descubrir algunas claves que esa realidad cambiante arroja, tratando de despojarme de esa información que en verdad no me sirve”, dijo. Desde sus primeros años como artista, “sus imágenes recorren un vasto territorio de problemas plásticos que se articulan con la percepción de la realidad contemporánea –remarcan las ensayistas Diana Wechsler y María Teresa Constantín, estudiosas de su obra–... Se trata de asumir un compromiso con la historia y con el presente. De él derivan algunas de sus preocupaciones recurrentes: lo nacional, lo social, el poder. Son los objetos a los que interroga una y otra vez desde su pintura, alterándolos con una mirada aguda para exponer otros aspectos de la realidad...”.
“Sigo considerando que ser vanguardia (... o trans) en los países alejados de los grandes centros debe contener aristas particulares. Por ahora nos es dado trabajar en profundidad y no en extensión. Del mismo modo que América está cubierta de calles de tierra y casas bajas”, se autodefinía. Sobre su obra posterior a la década del ’70, el artista observa el surgimiento de una formalidad expresiva que regula la tendencia a la abstracción de la década anterior. Sobre la inclinación a temáticas y personajes del ámbito político, expresó: “Siempre pensé que un pintor político es aquel que utiliza la pintura como herramienta o vehículo para manifestar ideas –se autodefinió–. En ese caso yo sería un pintor político pero de la clase que no cree que la pintura sirva para transmitir ideas que cambien el mundo. Aceptaría el rótulo de pintor social, si tuviese que colocarme una etiqueta, siempre y cuando hagamos la salvedad de que nunca hice ‘pietismo’”.
En 1986, su obra Pin Pan Punk obtuvo el Gran Premio de Honor del Salón Nacional de Pintura. Al año siguiente le otorgaron la Beca Guggenheim. No se deleitó en las loas; prefirió reclamar “por esos artistas a los que no se les ha hecho justicia, como Victorica y Lacamera”. Su estilo fue cambiando, se atrevió a experimentar, se asumió como crítico del poder de turno sin perder universalidad. Pero el método fue siempre el mismo: “Yo parto casi siempre de una imagen realista –dijo–: puede ser un objeto o una persona, o simplemente una fotografía. El aspecto exterior de mi pintura sería la parte legal que es transgredida constantemente por elementos de una distinta extracción que utilizo como contrapunto entre la figuración y la abstracción, entre perspectiva y plano, entre color real y simbólico”.
La crisis posterior a 2001 no lo tendría como un testigo mudo: se dejó impactar por el estallido social; lo trasladó a su obra Acrópolis II, en la cual una mujer deposita flores frente a una tumba. Diría que en sus cuadros siempre hubo lucha, pero allí conoció el dolor. Su pintura se transformaba en una advertencia; sus gestos grotescos en una toma de distancia con la realidad. Y, sin embargo, todas sus criaturas lo involucraron profundamente, más visceral que analítico, más emocional que racional. Como cuando dijo: “Uno puede llegar a sentir frente a unos pies, unas manos, un desnudo –escribió–, un paisaje, que allí se originó el mundo del espacio y de las formas. Entonces es como si Dios existiera”.
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