PLASTICA › “AUTOPSIA DE LO INVISIBLE”, UNA EXPOSICIóN DE CINCO ARTISTAS LATINOAMERICANOS EN EL MALBA
Dos artistas de México, uno de Colombia, otro de Puerto Rico y una de Guatemala presentan en esta muestra sus respectivas visiones acerca de cómo el arte puede dar cuenta de la violencia en América latina.
› Por Fabián Lebenglik
La semana pasada quedó inaugurada en el Malba la exposición Autopsia de lo invisible, curada por la mexicana residente en Nueva York Sofía Hernández Chong Cuy. La muestra incluye a cinco artistas latinoamericanos: Juan Manuel Echavarría (Colombia, 1947), Regina José Galindo (Guatemala, 1974), Mario García Torres (México, 1975), Ignacio Lang (Puerto Rico, 1973) y Teresa Margolles (México, 1963).
La autopsia del título hace tanto referencia al sentido etimológico de la palabra –“acción de ver por los propios ojos”– como al sentido más usual, el de la necropsia, que se define como la “disección de un cuerpo para determinar la causa de la muerte”. Avanzando sobre la elocuencia del título, la invisibilidad aquí se corresponde con cuestiones relacionadas con la violencia social y política sobre los cuerpos, las guerras, el terrorismo, y también sobre la invisibilidad, marginalidad o fugacidad de ciertas informaciones que resultan reveladoras cuando nos detenemos a examinarlas. Y la noción de examen reaparece a cada rato: examen artístico y poético, pero también metódico y pseudocientífico.
“Hay dos influencias fuertes en esta muestra –explica la curadora–. Una proviene de la historia del arte conceptual, particularmente de los inicios del movimiento durante la década del ’60, en el que la articulación de ideas precede a la materialización de objetos, lo cual supone por parte del espectador la puesta en práctica de una especie de fe en algo que no se ve, en algo que no está presente físicamente. La segunda influencia es la que tienen eventos culturales y sociopolíticos contemporáneos que se dan a través de una presencia ambigua –eventos que a veces parecen no existir, que se presentan como hechos fantasma, cuya definición concreta es difícil de discernir y por lo tanto de tener un impacto determinado en la memoria y política de una comunidad–. Esta situación está claramente asociada al sentido que actualmente tiene el terrorismo”.
La impronta conceptual es tan fuerte en la exposición que casi no se ocupa del camino que va de la idea al objeto, de la materialidad y visualización de las obras. “Todas están exhibidas al modo de los antiguos museos de ciencias o como en los gabinetes científicos del siglo XIX: vitrinas, pedestales, mesas. Desde el punto de vista de la percepción, el visitante está convocado aquí como lector, al modo del conceptualismo más duro. La curadora reserva el mayor despliegue visual para el telón que hace de separador entre el museo y la muestra. Un gran cortinado rojo –rojo sangre, rojo teatral– que juega con una espectacularidad que allí termina, en el propio telón. “Aquí el telón –dice Sofía Hernández– está directamente incorporado a la galería, funcionando como un muro que esconde el espacio del museo y como elemento sugestivo para introducir el escenario museográfico, la ficción y lo real, la comedia y la tragedia.”
La exposición se abre con una obra de Mario García Torres (Monclova, México, 1975), una serie de 19 hojas termosensibles –de papel para envío y recepción fax– en donde García Torres mantiene un diálogo ficcional con el artista conceptual italiano Alighiero Boetti, un conspicuo militante del Arte povera, que vivió entre 1940 y 1994.
Boetti pasó diez años en Afganistán, donde realizó parte de su obra, y García Torres, en ficticio diálogo poético con Boetti –en el que sólo se registra, claro, la voz del mexicano–, fechado supuestamente a fines de 2001, cuando acababa de suceder el atentado a las Torres Gemelas, le escribe desde una Kabul fantasmal, en cuyas cuevas supuestamente se ocultaba Bin Laden. Tampoco puede encontrar el hotel (el hotel que fundara Boetti, muchos años atrás); sólo recorre aleatoriamente una ciudad bajo el signo de la violencia, gobernada por los talibanes y asediada por las tropas norteamericanas. La Kabul actual de García Torres (en 2001) y la de Boetti (Kabul a comienzos de la década del setenta) guardan una distancia abismal que se trasluce en estos mensajes sin destinatario real, como metáforas tecnológicas de las botellas al mar. Arte, ciudad, violencia, poesía, historia, política, se entrecruzan sutilmente en el contraste.
El año pasado, García Torres obtuvo el premio internacional Cartier Award, otorgado anualmente a un artista emergente con proyección mundial. Actualmente vive y trabaja entre San Diego y Los Angeles.
La exposición sigue con obras del escritor y artista visual Juan Manuel Echavarría (Medellín, Colombia, 1947). Publicó La gran catarata (1981) y Moros en la costa (1991).
Una de las series seleccionadas aquí ya fue exhibida hace ocho años en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.
La obra de Echavarría es una refinada estetización, tan bella en su realización como trágica en sus evocaciones, sobre la naturalización de la violencia en Colombia.
En Cortes de florero presenta tres fotografías de la serie, que lucen como láminas de un tratado botánico de la época de la Ilustración, en las que extrañas y siniestras flores, raíces, pétalos e inflorescencias están hechos de huesos. La imagen, de una notable cualidad dibujística, se basa en el distanciamiento clasificatorio del discurso científico positivista: la biología, la antropología, la medicina legal, la antropometría. Pero cuando esa ficción se cruza con la historia y el presente de la necrofilia colombiana (y latinoamericana), la taxonomía de Echavarría hace erupción, porque la extraña ficción se vuelve un testimonio que apunta al centro del dolor, al corazón de la tragedia. Las “vegetaciones” que aquí se ven están hechas de huesos humanos, ordenados ya no como parte de la anatomía que integraron, sino como una dolorosamente bella botánica. El artista pervierte los mecanismos de la antropología forense y transforma los ordenamientos y reconstrucciones de esqueletos en ficciones que, en otro plano, también echan luz sobre la violencia estructural colombiana, sobre el infierno cotidiano.
El nombre de la serie –Corte de florero– proviene de uno de los más espeluznantes rituales de muerte: durante una de los tantos períodos violentos de Colombia –en este caso los años que van de 1946 a 1964–, las víctimas asesinadas aparecían decapitadas y con sus miembros introducidos, como las flores de un florero, a través del orificio del cuello.
Cuando presentó su muestra en el año 2000, entre otras cosas, el artista dijo a este diario: “En Colombia hay un fenómeno de mimetismo muy extraño entre guerrilla, paramilitares y ejército. Todos se visten iguales. Todos quieren ser o aparentar lo que son los otros. Entonces, cuando hay una masacre nunca se sabe quién es quién. La violencia siempre viene desde algún lugar, pero está la paradoja de que esa violencia no tiene rostro”.
La otra serie de Echavarría son fotografías de tallas realizadas durante su cautiverio por algunos rehenes de la guerrilla con los que el artista tomó contacto.
La exposición sigue con la obra de Regina Galindo. En palabras de la curadora, “la trilogía de videos incluidos en la exposición documentan una serie de entierros en el cementerio La Verbena de Guatemala, ciudad natal de Galindo. Uno de estos entierros, XX (párvulos), es de dos infantes, los otros parecen ser de personas mayores. Los videos relatan entierros que Galindo ha intervenido”. “XX” es el equivalente de “NN”.
La muestra continúa con la obra de Ignacio Lang WBT (2006). La sigla nombra la columna periodística Weird But True –“extraño pero cierto”–, publicada diariamente en el New York Post, de los Estados Unidos. Noticias breves insólitas, sin imágenes, que dan cuenta de situaciones o personajes inverosímiles. Lang busca obsesivamente por su cuenta, las imágenes se corresponden con cada una las noticias insólitas que él colecciona de a miles. Es un trabajo donde el artista se muestra como editor y exhibido luego artísticamente sus “hallazgos”.
Finalmente, la obra de Teresa Margolles consiste en joyería hecha en oro con incrustaciones de vidrios tomados de las casas, autos y cuerpos de los asesinados en crímenes relacionados con el narcotráfico en México. Las joyas, de matriz kitsch, tienen la recargada apariencia de la joyería que lucen los narcotraficantes nuevos ricos. En las dos piezas exhibidas en la muestra, la artista aclara la procedencia de los fragmentos de vidrios utilizadas en cada joya, cómo y cuándo murió la víctima (una con 10 balazos; el otro con 37).
En las obras de Echavarría y Margolles es donde mejor se resuelve la relación entre concepto e imagen, por eso sus obras generan una persistencia mayor en la retina y la cabeza del visitante
(En el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415, hasta el 14 de abril.)
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