DISCOS › MODERN GUILT, LO NUEVO DE BECK
Ya cerca de los 40 años, el otrora niño mimado de la contracultura recurrió a Danger Mouse, el alquimista sonoro del momento, para que revitalizara su carrera. El resultado es un CD interesante en el que el estadounidense saca a relucir su voluntad lúdica.
› Por Roque Casciero
Desde su irrupción en 1994 hasta el fin de siglo, Beck fue algo así como el colado de la contracultura en el arte para las masas. De ahí, precisamente, que la imprevisibilidad fuera una de sus características más atrayentes: casi al mismo tiempo en que se convertía en estrella mainstream a caballo del hit “Loser”, publicaba un disco ruidoso y otro de folk en sellos independientes. Con su segundo álbum para una multinacional se desmarcó aún más: Odelay era una divertida excursión por el basural de la cultura pop. Y Mutations mostró su faceta más introspectiva, que luego profundizaría en Sea Changes, algo así como su Blood on the Tracks privado. Desde entonces, el señor Hansen procuró inyectarles bríos a sus canciones, aunque en buena medida revisó su legado: como todo clásico, se había convertido en su propia influencia. Por eso volvió a trabajar con productores como los Dust Brothers y Nigel Godrich, con quienes se había sentido cómodo en el pasado. Pero ahora que se acerca a los 40, Beck recurre a Danger Mouse, el alquimista sonoro del momento, en búsqueda de un enfoque diferente, fresco, revitalizador. De ahí que Modern Guilt suene casi a una colaboración entre el rubio de Los Angeles y el cerebro de Gnarls Barkley (el dúo de soul marciano que la rompió con “Crazy”): cada uno hace su aporte sin chocar con el otro, con una voluntad lúdica que a Beck se le había perdido en el camino.
Lo primero que se escucha en Modern Guilt es una frecuencia grave que sólo puede venir del laboratorio de Danger Mouse, un productor con herramientas de hip hop pero que ama el rock. La canción se llama “Orphans” y encuentra a Beck reflexionando sobre el Creador (recordar que es cienciólogo). Algo más de eso hay en “Soul of a Man”, que recuerda al Blues Explosion de la era del remix, el güero se pregunta qué es lo que constituye el alma humana, mientras que en “Modern Guilt” canta: “Hay días en que somos peores de lo que puedas imaginar/ ¿Cómo se supone que pueda vivir con eso?”. Obviamente, tratándose de Beck, los cuestionamientos existenciales son lo suficientemente difusos como para que su crisis de los 40 no se convierta en un plomazo. Además, está Danger Mouse para ayudar a que la melancolía quede encauzada en tracks vibrantes, aunque a veces quede la sensación de que el productor le puso más sangre que el propio autor. Por eso, “Walls” bien podría estar en el repertorio de Gnarls Barkley, “Gamma Ray” es puro vértigo a go go, y “Youthless” se debate entre beats cruzados y una batería de ruidos y ruiditos. Pero, bien pensado, tal vez lo más sorprendente de este disco, en el que Beck que recuperó la sorpresa como arma, sea “Chemtrials”, lo más cercano a Pink Floyd que haya intentado en su vida: entre psicodélica y progresiva, con imágenes de cuerpos muertos vistos desde el aire, órganos y una batería omnipresente, hasta que estalla una guitarra noise. ¿Quién hubiera podido anticipar algo así?
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