Mié 10.09.2008
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DISCOS › DEATH MAGNETIC, LO NUEVO DE METALLICA

La furia también se fabrica

Después de años de idas y vueltas, la banda californiana retomó un sonido que la acerca a sus propias raíces del thrash. Una estrategia de supervivencia que se potencia con canciones poderosas y que servirá, seguramente, para calmar a los ortodoxos.

› Por Fernando D´addario

A 26 años de su grito primario, tres tipos cansados y cuarentones (James Hetfield, Lars Ulrich y Kirk Hammett) debieron recuperar, aunque fuera artificialmente, la furia que había sido aplacada por el éxito y el dinero. El imperativo de supervivencia se verificó en el nuevo disco de Metallica, el primero en cinco años: Death Magnetic.

La auténtica aplanadora del thrash metal había llegado a un punto de inflexión: después de haber apostado sin fortuna al aggiornamento sonoro, el “mercado” (sí, los viejos metaleros antisistémicos también están sujetos a sus reglas, e incluso colaboran con ellas) le exigía un regreso a las fuentes (propias) más bestiales del género. Le pedía, en definitiva, que se reconvirtiera en lo que ya no puede ser. Lo curioso es que muchos de aquellos fanáticos “de la primera hora” también criaron panza y están más preocupados por los problemas de sus hijos en el colegio que por las piruetas ideológicas de sus héroes de adolescencia; los nuevos fans, por su parte, asumen la defensa de una ortodoxia que no les pertenece generacionalmente, pero que heredan de buen grado.

Death Magnetic es la prueba tajante de que una banda desgastada y aburguesada es capaz de acudir con profesionalismo en defensa de su propio pasado. Metallica tiene las herramientas para hacerlo. Cambió a Bob Rock (quien fue responsable, entre otros, del Black Album, hoy reivindicado por quienes lo denostaban hace quince años) por otro peso pesado del género: Rick Rubin. La consigna, “volver a los ’80”, obligaba a replantear el concepto que había guiado al anterior disco de estudio (St. Anger, un Black Album fallido con maquillaje ñü metal). Con menos ingeniería de posproducción (o más disimulada, en rigor), los primeros temas del flamante disco (“That was just your life” y “Broken, beat & scarred”) invitan a un improbable pero demoledor viaje a los tiempos de Ride The Lightning (1984) y Master of Puppets (1986). Latigazos metálicos, complejos cambios de ritmo, instrumentaciones larguísimas que operan como especie de suites apocalípticas. La marca de fábrica de Metallica, con machaque de guitarra y abuso de doble bombo incluidos.

Ese montaje de velocidades discordantes, con súbitos virajes rítmicos y armónicos, va decreciendo en intensidad a medida que van pasando los temas (con excepción, quizás, de “All Nightmare Long”, una ráfaga de metralla thrash que quita el aliento). Un par de baladas heavies (“The Day That Never Comes” remite a “Nothing Else Matters” y “The unforgiven III” se desmarca con buen gusto de la original) y algunos guiños grunge (en ciertos tramos de “Cyanide”) introducen matices que no desvirtúan el espíritu general del álbum. Las letras de Hetfield abundan, como siempre, en alegatos de estoicismo y redención, en medio de un mundo devastado. Un modelo de dureza que es incompatible con la realidad actual de los integrantes de Metallica (más allá de los problemas de Hetfield con el alcoholismo) y que desnuda una condición inherente al heavy: la ilusión de ser (y de querer ver a los demás como) “los mismos de siempre”.

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