Sáb 11.03.2006
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DISCOS › PAGINA/12 PRESENTA DOS DISCOS FUNDAMENTALES DE OSCAR ALEMAN

El hombre y su cavaquinho mágico

Los CD que este diario presenta a partir de mañana permiten asomarse al genio de un artista no siempre reconocido aquí.

› Por Cristian Vitale

Que Oscar Alemán es al jazz argentino lo que Gardel al tango o Mercedes Sosa al folklore está fuera de toda duda. No se puede caer en el grueso error de impugnarlo: fue por ese negrito inquieto y genial que la diva del jazz, Josephine Baker, se peleó a muerte con Duke Ellington, para que éste no se lo robara del hot club de París, con el objeto de llevarlo como solista de su orquesta a Estados Unidos. O de los mil y un paralelos que expertos críticos de jazz –Leonard Feather, James Holloway o Rox Stewart– trazaron entre él y otro coloso de la guitarra, el gitano Django Rejnhardt, quien no tuvo más que reconocerlo como par, guiado por un absoluto respeto, e invitarlo a compartir calentísimas noches. Cómo negarlo, si el mismo Duke dijo alguna vez de él Este gato tiene raíces y Louis Armstrong lo aplaudió a rabiar en un cabaret parisino, mediando los años ’30, cuando a Oscar le dio por regalarle una versión de Hombre mío para que Satchmo no se aburriera. O que deslumbró a su Argentina natal –y olvidadiza–, con uno de sus raros éxitos comerciales –Rosa Madreselva, de Thomas “Fats” Waller– al regresar de su experiencia europea, antes que la irrupción del rock and roll eclipsara su figura y lo llevara a beber en abundancia para abstraerse.

Pero Oscar Alemán era mucho más que un músico de jazz. Era un inclasificable por naturaleza. Nacido en Resistencia, Chaco, en 1909 –mezcla de sangre toba por parte de madre y sangre española por la vía paterna– tuvo, como muchos otros grandes, un existir atormentado. Cuarto hermano de siete, conoció las luces de Buenos Aires a los seis años cuando, junto al familiar Sexteto Moreyra, bailó danzas nativas en el Luna Park y lo repitió cuatro años después en San Pablo. Pero su devenir, tal vez, no hubiese sido el que fue si dos terribles tragedias no hubiesen mediado. En 1920 murió su madre, al año se suicidó su padre arrojándose de un tranvía, y él, con 11 años y abandonado por sus hermanos más grandes, se lanzó al mundo solo. Completamente solo.

Así sobrevivió en las calles de San Pablo, Brasil. Fue lustrabotas, canillita, abrepuertas y atesoró peso por peso para arribar a su primer instrumento: un cavaquinho –guitarra de cuatro cuerdas– que le serviría para tocar en el duo Los Lobos, junto a Gastón Bueno Lobo, divertir a Armstrong o ameritar los sentidos elogios de Ellington. Mucho antes de surcar el mundo con su jazz, Alemán incursionó en terrenos estilísticos diversos que jamás abandonaría: boleros, tango –suyos son Vividor y Guitarra que llora–, música caribeña, foxtrot, valses. Y todo lo hacía bien. Todo. Hasta que un día, hacia fines de los años ’20, el bailarín Harry Fleming no pudo resistir la tentación de mostrar la magia de su guitarra al mundo y lo llevó por primera vez a girar por Europa. Fue el viaje iniciático de Alemán en la improvisación del jazz, el principio de un “cartel” que oficializaría en 1931, como guitarrista de la orquesta de Robert De Kers, y lo mantendría por siempre. Pero jamás abandonaría su versatilidad pluriestilística.

Estos dos volúmenes que Página/12 recupera para el público presentan claramente sus dos facetas. El Alemán versátil, humorista y rompebarreras, que arregla en clave de fox un tango como Marechiare, o el bellísimo Minuet que lo precede. Que extrema la delicadeza de Candilejas. Que trasvasa Bésame mucho de bolero a fox trot y se ríe de su locura. Que les canta, en clave de baión, a las Lavanderas de Portugal, o precede en muchos años rarezas parecidas a las que el Tata Cedrón impulsaría con su cuarteto en los setenta (Tentación). Y el Alemán jazzero que vocea sobre su guitarra en St. Louis Blues, suaviza su frenesí habitual en el maravilloso Té para dos, hace lucir a sus Caballeros del Ritmo –con quienes grabó mediando los sesenta– en Improvisaciones sobre Boogie–Woogie, demuestra casi todo lo sabe en Señora, sea buena y eterniza una extraordinaria polaroid de jazz tradicional en Paso del tigre.

Showman burlón, rey del swing, velocista, experto, prestidigitador único, efectista y endiablado, Oscar admiraba profundamente a Django Rejnhardt, Art Tatum, Louis Armstrong, Duke Ellington o Benny Carter. Pero tal vez, hasta su último día de vida –el 14 de octubre de 1980– jamás pensó que había alcanzado el mismo sitial que ellos. Esta edición viene a comprobar lo contrario.

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