DISCOS › BIOPHILIA, EL úLTIMO DESAFíO DE LA ISLANDESA BJöRK
En su séptimo álbum, la ex Sugarcubes da un paso más en su camino experimental. Se hizo construir un instrumento especialmente para este trabajo, que combina sonidos ancestrales con aplicaciones de la más moderna tecnología.
› Por Fernando D´addario
La vanguardia tecnológica y la invocación a los atributos ancestrales de la vida orgánica confluyen milagrosamente en la voz de Björk. No como síntesis perfecta sino, más bien, como elementos en conflicto permanente, desde el fondo de los tiempos y a escalas siderales. Biophilia es, además, del octavo disco de la cantante islandesa, un ensayo teórico/práctico sobre las infinitas posibilidades humanas en el marco de su insignificancia relativa.
Björk compuso la mayoría de las canciones en un iPad. El disco nació, de hecho, como una aplicación: cada tema es el disparador de un juego educativo y una exploración musical interactiva. Acaso para mitigar la nostalgia de sus fans –sí, quienes se criaron emocionalmente en los ’90 ya son acechados por ese sentimiento– decidió publicarlo también en CD. Como se hacía en los viejos tiempos.
Biophilia recorre, como si tal cosa, el inasible terreno que media entre la microbiología y la astronomía. Lanza al espacio –en busca de sus fieles oyentes, se supone– alegatos ecológicos y terrores íntimos, teorías cosmológicas y fábulas rescatadas de la infancia. Las herramientas musicales son subsidiarias de esa supuesta dicotomía y de las ambiciones que la alimentan: Björk se hizo construir un instrumento especialmente para su último disco. Una mezcla de gamelan (conjunto instrumental de la Indonesia profunda y arcaica) y celesta (de composición similar al piano, percute placas de metal), adaptado a la tecnología MIDI. Esa mixtura de tradición y modernidad es ecualizada por la voz de Björk, capaz de internarse en climas celestiales y zambullirse luego a un campo minado de beats electrónicos.
Es necesario avisar que no se trata de un disco “amable”. La escucha de Biophilia exige paciencia, compenetración y –tal vez– empatía previa con el “personaje Björk”. Inclusive una canción que transcurre con cierta ligereza pop (claro que con los parámetros pop establecidos por la islandesa) como “Crystalline”, derrapa sobre el final en un violento drum’n’ bass que da por tierra con la amabilidad. Cada tema, desde “Moon” hasta “Mutual core”, provoca un estado de incomodidad, de falso confort.
Da la sensación de que Björk contribuye, con cada nuevo disco, a la demolición de la estrella pop que hubiese podido ser. Un suicidio comercial que, en este caso, se agradece.
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