DISCOS › GLAD RAG DOLL, EL úLTIMO CD DE DIANA KRALL
La guitarra de Marc Ribot y la producción de T Bone Burnett son símbolos que marcan el camino arriesgado tomado por la cantante. También se vislumbra la figura de Elvis Costello como cerebro en las sombras. Pero Krall luce mejor cuanto más se acerca a su perfil habitual.
› Por Diego Fischerman
Podría tratarse de un disco más. Podría ser, simplemente, la nueva edición de una de las pocas estrellas que el jazz le dio al mercado en los últimos veinte años, y no estaría mal. Es decir, ¿a quién podría molestarle una cantante de voz grave y untuosa, acompañándose magníficamente al piano y juntando a su alrededor un grupo de eficaces partenaires para hacer un intachable repertorio de aterciopeladas canciones? Sin embargo, Diana Krall, para bien o para mal, corre riesgos. Y pocos discos podrían ser tan atípicos –e inesperables–, para una carrera como la suya, como el último que editó para el sello Verve.
Con un grupo de canciones muy antiguas, previas a la cristalización del modelo de balada de Broadway con el que se edificó el universo de los standards del jazz, y abordajes que se acercan más a las maneras con las que el rock –o cierto rock sensible a lo que los estadounidenses llaman americana– se ha acercado al blues y el country que a los habituales caminos del jazz, Krall elabora un disco que la revela en un campo insospechado. Podrá gustar a muchos o decepcionar a unos cuantos. Podrá juzgárselo como una prueba de valor para cambiar de rumbo, cuando nada la obligaría a ello, o como efecto de la desorientación. Pero lo cierto es que nada en Glad Rag Doll puede atribuirse al azar.
En Live in Paris (2002), con un grupo en el que brillaban (aunque siempre en tonos pastel) el contrabajo de Christian McBride, el saxo de Michael Brecker, la batería de Lewis Nash, las guitarras de Anthony Wilson y John Pisano y los arreglos de Alan Broadbent, Krall había arribado a un cierto cenit en su manera de convertir el desgano en una de las bellas artes, y había llevado su marca –una manera confidencial, más aún que íntima, de abordar canciones y de generar una conexión con sus oyentes– a un nivel de perfección. Aquí, en cambio, su voz se superpone a un acompañamiento de naturaleza muy distinta, en que la guitarra de Marc Ribot resulta protagonista. Este músico, que ha tocado junto a Tom Waits y Marianne Faithfull, entre una larguísima lista que incluye también a Caetano Veloso y Elvis Costello, es, en todo caso, el primero de los eslabones que une este disco con esa estética un poco enciclopedista, o más bien monográfica, que caracteriza los proyectos de este último.
El otro eslabón es el nombre del productor, T Bone Burnett, un amigo y asiduo colaborador de Costello que, entre otras cosas, ideó uno de los proyectos más logrados de los últimos tiempos en ese difuso campo de la americana: Raising Sand, de Robert Plant y Alison Krauss. Ya se sabe, Costello es el marido de Krall. Pero, además, es, con certeza, el cerebro en las sombras de Glad Rag Doll. Con un cuadernillo donde abundan las fotos de la cantante caracterizada como muñequita de Ziegfield, los aspectos más logrados del álbum son, a pesar de tanto afán renovador, las canciones que más se acercan a su perfil habitual. Sobre todo en los dúos con Ribot y en las baladas más cargadas de erotismo –la canción que da título al disco, la exquisita introducción de “Prairie Lullaby”, la bella “Let it Rain”–, Krall demuestra que, independientemente de cuánto pueda discutirse la clase de artista a la que ella pertenece, ella sigue siendo la mejor de esa clase.
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