DISCOS › PESADOS VESTIGIOS, NOVENO DISCO DE ESTUDIO DE LA RENGA
La banda de Mataderos superó el nivel de sus anteriores trabajos con la receta de bajar los decibeles y recobrar el gusto por las melodías dentro del formato hard rock. La temática abunda en alusiones a la búsqueda de la libertad, otro viejo tópico de La Renga.
› Por Fernando D´addario
El proceso de radicalización sonora de La Renga, que incluía la sobrecarga vocal de su cantante Chizzo, parecía encaminarse decididamente a una identificación con el heavy metal. Ese raid fue provisoriamente atenuado por el flamante Pesados vestigios, su noveno disco de estudio, que más allá de su título, introduce matices más amables para el oído educado en el canon Despedazado por mil partes.
Si el crescendo semántico de sus anteriores títulos (Detonador de sueños, Truenotierra y Algún rayo, discos publicados entre 2000 y 2010) invitaba a viajes de naturaleza apocalíptica, la “pesadez” aludida en este último trabajo expone, tal vez, una vieja carga que se arrastra en el camino a la autorrealización. Involuntariamente beatnik, Chizzo ha regresado a los temas que lo obsesionaban veinte años atrás: el viaje, el escape interior, la tenaz búsqueda de la libertad. La recurrencia a esta temática, sumada al ligerísimo relax que le impuso a su fervor metalero, hacen de Pesados vestigios un disco que se puede escuchar sin estar apremiado por el headbanging automático.
Lo mejor del disco está al comienzo y al final. “Corazón fugitivo” es, acaso, el epítome del espíritu de redención rutera que anima a la banda, sólo que en este caso desviado hacia la aventura marítima: “Hielo en la madrugada / la fría ruta del mar /a un corazón que se escapa / no lo quieras enjaular”, canta Chizzo, aparentemente recuperado del ataque de primitivismo zoológico que había llevado su voz al andarivel del rugido (aunque tiene una recaída en el estribillo del interesante “Mirada del acantilado”). “Nómades” (“Y al partir huelo la sal de la sangre / Ya no sé a dónde quiere ir mi corazón / ya me acordé voy a olvidarme de todo”) incursiona en ese medio tempo hard en el que la banda escribió sus páginas musicales más inspiradas. Una base sólida –Tanque en batería, Tete en bajo– apuntala un riff sencillo y una melodía “cantable” que arropa la épica del suburbio. La despedida, “Masomenos blues” (“Y por eso voy y vengo / y comprendo todo masomenos”, dice Chizzo con cierto sentido del humor), tiene el tono de un réquiem blusero: la adrenalina se diluye y la energía road movie baja un cambio hasta sensibilizar la piel de un hombre solo y confundido. La armónica de Manu y una exquisita guitarra slide a cargo del propio Chizzo completan el hechizo.
Pesados vestigios es también un disco de reconocimiento y de homenaje. El tributo puede apuntar a uno de los “propios” (esa legión que celebra el código de pertenencia con la expresión “los mismos de siempre”), como en “San Miguel”, donde recuerdan a Miguel Ramírez, fan de la banda que murió tras ser alcanzado por una bengala antes de un show en La Plata; o en “Pole”, dedicado al actor Víctor Poleri (protagonista de varios videoclips del grupo), fallecido tres años atrás. El reconocimiento del ADN musical de La Renga, asociado a las raíces pesadas y bluseras de los ‘70, está plasmado en “Sabes que”, en el que participa con su voz y su violín uno de los héroes de todo rockero de barrio +40 que se precie: Ricardo Soulé, de Vox Dei. El mejor elogio que se le puede hacer a la canción es que no hubiese desentonado en, por ejemplo, Es una nube, no hay duda, uno de los grandes discos de la banda quilmeña.
Un cuidado packaging, que incluye un booklet con postales color sepia que los muestra caracterizados como bandidos rurales en plan fogón rockero motorizado (en una de ellas, el Tanque remeda una imagen emblemática de la película Busco mi destino y no hace falta mucha imaginación para acompañar la foto con el sonido de “Born to be wild”) ilustra sobre el sentido del álbum. La caja de cartón simula una alforja de cuero, donde entra, aparentemente, todo lo que La Renga fue y es y será. Quizás el puñado de canciones que justifican este esfuerzo de packaging no alcancen el nivel de “El final es en donde partí”, “Voy a bailar a la nave del olvido” o “Hablando de la libertad”. Pero siguen esa línea noble de canciones entrañables, y recuperan un formato clásico que la banda parecía haber extraviado.
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