DISCOS › “IN RAINBOWS”, LO NUEVO DE RADIOHEAD, UNA APUESTA COMERCIAL AUDAZ Y UN ALBUM IMPERDIBLE
A cuatro años de Hail to the thief, el grupo encontró un balance perfecto entre su origen cancionero y los experimentos de científico loco que caracterizaron su etapa más reciente. Así se da el doble lujo de ofrecer “a voluntad” diez temas de alta factura y proponer un debate serio sobre el futuro de la industria discográfica.
› Por Eduardo Fabregat
Hace quince años –una eternidad para el mundo de la música–, Radiohead era una banda cabeza de serie en el panorama de algo que algún periodista, ejecutivo de sello o musicalizador radial decidió bautizar brit pop. Primero con Pablo Honey y el megahit “Creep”, después con el demoledor The Bends, el de “My iron lung”, “Fake plastic trees” y “High and dry”. El grupo podría haber hecho la plancha, seguir con esas canciones guitarreras y efectivas y dejar que las aguas del éxito lo llevaran plácidamente. Pero, más cerca de la ambición de Pulp que del clacisismo de Oasis, Thom Yorke, Jonny y Colin Greenwood, Phil Selway y Ed O’Brien hicieron trizas el corset de aquella definición fácil con OK Computer, el disco que en 1997 los desmarcó para siempre de sus congéneres. Que “Karma police” y “Paranoid android” hicieran que ese disco fuera aún más exitoso que los anteriores le dio al quinteto aún más confianza para abrazar una filosofía de libertad total, que se tradujo en el combo Kid A / Amnesiac: dos álbumes exigentes, en los que el ropaje de canción pop era disimulado bajo capas y capas ambientales, con armonías y melodías construidas con fragmentos de sonidos, climas, fantasmas tecnológicos que representaban a la perfección la confusión del fin de milenio. Eso, sin embargo, no desvirtuó la esencia del grupo, que en vivo mantuvo su carnadura, su poder de impacto y su encanto: la presentación de Kid A en el Victoria Park londinense mostró, más allá de todo escarceo tecnoso, una banda de rock con todas las de la ley.
La primera década del nuevo siglo no fue especialmente pródiga: el grupo editó un disco en vivo (I might be wrong) y mantuvo el nivel con Hail to the thief (2003), donde hubo lugar para canciones excepcionales como “2+2=5” o “There there” y hasta autoparodias como “We suck young blood”. Mientras la escena de las islas se deslizaba a la poderosa reactualización del legado new wave a través de bandas como Franz Ferdinand, Kaiser Chiefs, The Coral o Arctic Monkeys, Radiohead se guardó. Thom Yorke se probó el traje solista con el oscurísimo The eraser, y el grupo trabajó puertas adentro en su próximo golpe. Golpe que fue un perfecto uno-dos: a comienzos de este mes, Jonny anunció como al pasar en el sitio oficial que “acabamos de terminar nuestro nuevo disco, se llama In Rainbows y se lanzará en diez días”. Nada de grandes campañas, singles de adelanto y la hojarasca previa al lanzamiento de una gran banda. Sin contrato discográfico, Radiohead dio su propia opinión de cómo lidiar con el download ilegal ofreciendo su obra con un precio a voluntad del usuario, además de una versión de lujo con dos CD y dos vinilos.
La decisión es todo un cimbronazo para una industria que, a caballo de las buenas cifras de la venta digital, empezaba a aquietar sus temores por las costumbres de los nuevos tiempos. Es que la movida de los muchachos de Oxford no es sólo una decisión comercial, sino sobre todo filosófica: en ese contacto directo con su público, Radiohead viene a advertir que, en la era de la banda ancha, los ejecutivos de las discográficas pueden convertirse en una especie en riesgo de extinción. Conocedor de las protestas de los consumidores sobre los precios de los discos –sobre todo en contraposición con la ínfima tajada reservada a los músicos–, el quinteto mete el dedo en la llaga y hace el interrogante indicado: “¿Cuánto estás dispuesto a pagar por nuestra música?”. Aprovecha el efectivo goteo de Internet –que en el caso de un grupo como éste se asemeja más a un torrente– para hacer caso omiso de esos “costos de producción” que las compañías menean para justificar la sangría de dinero y pegarle un codazo virtual a la gente, avisarle que ahí está el disco y que ni siquiera tienen que hacer cola en la disquería a medianoche. Y, de rebote, instalan un debate si se quiere moral: si la mayoría de los que bajan discos aluden a la distorsión de precios para justificarlo, el abrupto cambio de esa variable tan sensible propone un panorama absolutamente diferente. O, como puso en palabras Jonny Greenwood: “Es interesante hacer que la gente se detenga aunque sea por unos minutos y piense el valor de la música. Pensamos que era interesante pedirle a la gente que lo compare a cualquier otra cosa que valoren en sus vidas”.
Lo mejor de todo, al cabo, es que el novedoso concepto comercial viene complementado con un sólido basamento artístico. Radiohead no ofrece a la gorra digital cualquier batata, una colección de out takes, tomas alternativas, lados B o versiones en vivo. Fieles a su historia de buscar siempre más, no “hacen la prueba” con material de bajo riesgo. Aún más, In Rainbows podrá volver a enamorar a aquellos que terminaron huyendo espantados por la claustrofóbica, ominosa sensación que podían producir sus canciones recientes. Basta escuchar los primeros minutos: “15 step” engaña con algunos compases de afiebrado drum’n’bass, pero pronto queda claro que en el Radiohead 2007 el bajo, la guitarra, la batería y los teclados llevan un rol más clásico, más identificable. Y Yorke sigue siendo capaz de alumbrar –u oscurecer– todo un mundo con esa extraña forma de cantar, perfecta pincelada final sobre una canción de apertura que va ganando en intensidad a cada paso y contagia al oyente de manera inevitable. Y si quedaba alguna duda, la inmediata aparición de “Body snatchers”, tan urgente, corrosiva y adrenalínica como para ser el perfecto primer single que ningún sello elegiría, confirma que la pausa del grupo contribuyó a fermentar una buena síntesis entre su origen cancionero y los experimentos de científico loco que caracterizaron su segunda etapa.
A esa altura, con solo dos tracks recorridos, Radiohead ya tiene ganada la batalla. Pero, para que no queden dudas, en las diez canciones que integran el disco (la edición deluxe agrega otras ocho) está impreso el ADN de una banda que puede llegar a convertir la angustia en algo tarareable, pero nunca se conformó con ese único rol. Sí, ahí aparece, al fin en una grabación oficial, lo que antes se llamó “Big Ideas (Don’t Get Any)” y ahora, bajo el título “Nude”, se ofrece como desoladora balada adornada con sonidos al revés y voces insidiosas que entran y salen de cuadro. O la arrastrada “All I need” y el cierre de “Videotape”, otra pintura melancólica con Thom y su piano abriendo el fuego. Pero el humor general queda balanceado con pasajes como “Jigsaw falling into place”, pariente lejana de “Paranoid android” que deja otra dosis de adrenalina y un sonido –más allá de los coritos espaciales– bien de grupo tocando en un cuartito. O “Reckoner”, “Weird fishes/Arpeggi”, y los contrapuntos vocales de la brevísima “Faust arp”, canciones en las que lo luminoso y las melodías se imponen sobre el retorcimiento. Ni hablar de la amable “House of cards”, sencillamente construida sobre una guitarrita limpia, la voz de Yorke y el eco de unos coros que atraviesan el paisaje.
Con ello, simplemente dedicados a hacer música, eliminando las presiones de un contexto que más de una vez los empujó al aislamiento (recordar la película Meeting people is easy), Radiohead se da el doble lujo de mostrar una perfecta salud artística y una encomiable actitud de replantear de una buena vez las reglas del negocio. Encontrar nuevos caminos frente a un estado de las cosas que así lo exige, y que pide algo más de creatividad que las policíacas campañas antipiratería. Con sus canciones y con sus actos, el grupo no hace más que recordar una obviedad, que lo que realmente importa es la música, los que la ofrecen y los que la disfrutan. Todo lo demás es cartón pintado y luces brillantes, fastuosos presupuestos de marketing y charla vacía de burócratas que no ven pentagramas sino hojas de balance. Un músico, un oyente y un contacto directo para compartir el universo que puede revelar una canción. ¿Cuánto pagarías por eso?
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