TELEVISION › EMPIEZA LA SéPTIMA TEMPORADA DE 24, MAñANA POR FOX
Una presidenta débil y un héroe americano radicalizado en la oposición son el correlato ficcional imaginado por el canal de Rupert Murdoch para la presidencia de Barack Obama, en un marco regido por el miedo, el caos y el descontrol.
› Por Julián Gorodischer
Una nueva entrega de la serie 24 imagina el gobierno de una presidenta demócrata, donde el poder se ejerce con actitud diletante. Sus posiciones son ambiguas sobre temas urgentes; ella vacila en un contexto internacional regido por el pánico. En ese marco, el héroe americano Jack Bauer es enjuiciado por su violación anterior a los derechos humanos; a través de sus manos la era republicana ejecutó la tortura; su castigo purgará a la sociedad de los desmanes de la “supremacía blanca” que inventó Abu Ghraib y Guantánamo.
La representante demócrata que está en el poder es una mujer superada por su propia impericia (en el principio ya fue doblegada por terroristas de un pequeño país africano); su gobierno fue infiltrado por espías y corruptos; su propia familia quedó desarmada cuando dieron a su hijo por “suicidado”; un país es asolado por atentados inminentes a los que ella opone una mirada lánguida hacia el horizonte de Washington DC. Hay dos sistemas paralelos de inteligencia (el FBI y una clandestina Unidad Antiterrorista), y todo eso junto compone el engendro defectuoso que la serie de Robert Cochran y Joel Surnow pretende oponer a la era Obama.
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Si 24 (los lunes a las 22 por Fox) fue, cada año, un comentario sobre un momento histórico, esta vez el final de la supremacía blanca es saludado con la asunción de una presidente que parece una doña suburbana superada por la circunstancia. A poco de empezar esa mujer ya fue acusada por su propia administración de estar descuidando la integridad de la Nación en pos de la caridad con Africa. Para que quede claro que “el tiempo real” no se narra con demoras, ya al comenzar el mandato, la presidenta (una inútil que no ofrece reacción frente a los numerosos frentes de conflicto que le acontecen sin darse cuenta: su hijo la iba a alertar sobre la corrupción que ella no logra detectar si no lo hubieran dado por muerto) observa pasivamente un atentado con choque de aviones. Ella mira la condensación del fetiche paranoico posterior al 11/S como si se tratara de un lanzamiento de fuegos artificiales.
En simultáneo con las noticias de funcionarios caídos de la administración Obama, se sabe que la Taylor está rodeada de todo tipo de sanguijuelas, que le controlan el mandato. Las imágenes desde su Casa Blanca (con la habitual destreza de la serie para hacer palpable el hábitat) transmiten el tono de solemnidad que caracteriza las relaciones atravesadas por el engaño. Los bufones de la reina asumen máscaras gruesas que conciben del otro lado a una personalidad crédula hasta la imbecilidad. Las intervenciones belicistas de sus “colaboradores” son resistidas con mera obcecación, sin que se argumente ni se generen opciones estratégicas (apenas delegando a un FBI inservible que no cuenta con Jack Bauer). Sus asesores se expresan ante ella en un tono imperativo y la mujer jamás los pone en su lugar.
El marido decide no revelarle la existencia de una red corrupta –que sí conoce– para no “darle un disgusto”. La caricatura fácil de Taylor predice un gobierno fallido, desde antes de empezar. Para colmo lo tiene a Jack Bauer trabajando en contra, no en términos personales hasta que se demuestren los alcances de la red corrupta. ¿Cuánto tiempo tolera un mandatario a Bauer pateando para el otro lado? Ni siquiera el más corrupto que se recuerde, el salvaje presidente Logan (unas temporadas atrás), tuvo esa suerte. A lo sumo el Jack patriota quitó colaboración, se abstuvo o –estando en funciones– desoyó órdenes puntuales, o transgredió leyes específicas, pero jamás sucedió, como ahora, que el blanco de la misión del héroe americano, en plena era demócrata, fuera el gobierno, uno blando y a cargo –ya se dijo– de una doña regordeta a la que se le escuchó un discurso inaugural frío y monocorde, a años luz del poema que Jon Favreau le hizo pronunciar a Obama.
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24 es el gran barril en el que fermenta el imaginario colectivo de los Estados Unidos. Ahí están el héroe americano que resiste a los cambios, la mano blanda a la que en pocas horas le estallará una munición interminable de conflictos. Se sienten a priori la derrota y el desconsuelo en el/la presidente/a; se alerta sobre los males que se ligan a la debilidad en un gobernante. La doble lamentación Taylor/ Obama se traduce en la percepción de un prematuro fracaso en la ficción y en la agenda de noticias de la Fox y CNN; más tarde se transformará en mediciones de “imagen” a través de las encuestas.
En 2007, detrás de la seguidilla de explosiones que jaqueaban al gobierno de Wayne Palmer latía una conspiración árabe; la sed de mal, sin embargo, nunca se redujo a la caricatura de villanos rusos durante la Guerra Fría, sino que se expresó a través de personajes con familia y corazón. Con un nuevo signo en el poder, cambian los rostros de los protagonistas pero no, en esencia, las sensaciones que marcaron a fuego a un imaginario después del septiembre trágico. Así lo entiende 24, que vuelve a retratar “la vida bajo amenaza” menos como un momento histórico que como un corpus hegemónico de creencias. Nunca están cargadas las tintas sobre el perfil del oponente sino sobre el pulso de una sociedad enferma de una paranoia grave (el paranoico siempre tiene razón), jamás curada de la caída de las Torres y mucho menos recuperada de los últimos diez años del mesianismo bushista que dejó en las sombras a los líderes de las películas de Roland Emmerich (El día después de mañana/ Día de la Independencia).
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La rotación continua de “hostiles” (ahora africanos) es el modo de cuestionar el estigma actual sobre “lo árabe”, insertando estratégicamente figuras de arrepentidos o aliados musulmanes. En la vereda de enfrente de la presidenta blanda está Jack Bauer, que sintetiza la crisis de ansiedad colectiva: es un ser que se realiza a través del movimiento respecto de fines. Uno que perdió o jamás tuvo la capacidad de amar, sentir, gozar... Con los años se volvió menos “patriótico” y más fiel a su círculo.
Se enrola en la fuerza clandestina por solidaridad con sus ex compañeros de trabajo. Sus emociones controladas son el anticipo de un nuevo hombre vencido, que no involucra a lo trágico. Colabora o se rebela, pero no se detiene y jamás duda. Los que vacilan (como Taylor) son lo que la “evolución” de la especie irá dejando como estela. Es lo que quedará después del ataque biológico si queda algo: un ser automático destinado a resolver, cada día, acciones iguales a las de un día anterior que amenazaba con ser el último. El hombre máquina se permite la ira, y la estampa que se logra en el cuerpo de Sutherland ya es un clásico: puño bien apretado, un pestañeo nervioso indetenible.
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La presidenta Taylor mira lánguidamente por una ventana, y ni siquiera dice: “Me juego el cargo pero no intervengo en Africa” sino que deja pasar el tiempo, posterga un poco más la intervención militar que irritaría aún más a los terroristas pero a la vez niega el apoyo al supuesto jefe libertario que la nación africana reclama. ¿Y Jack Bauer? Por ahora le sigue el juego al terrorismo. ¿A ese nivel ha llegado en 24 el héroe americano cuando lo que se le coloca enfrente es un gobierno demócrata? Con la excusa de estar infiltrado, sus andanzas por el momento son servir al comando terrorista, trabajar en contra de la presidencia, rebelarse al FBI constituido en fuerza paralela (junto a los mejores hombres de la ya extinta Unidad Antiterrorista) sin sostén de alguna organización, basados simplemente en rumores de que la Casa Blanca está corrupta. Lo que le queda a Jack Bauer (“... extirpar los quistes en un gobierno corrupto”) se parece demasiado a la tarea de una auditoría.
Apegada a la coyuntura, la ficción política (desde 24 a W de Oliver Stone) es historia urgente pasada por un espejo que la deforma. ¿Y el sueño de una ficción más intensa que el mundo?
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