TELEVISION › OPINION
› Por Alejandro Kaufman *
En la TV, la necedad es inevitable y obligatoria, algo hasta aceptable en un mundo con muchas otras cosas por las que preocuparse. Distinto es cuando la estupidez se extralimita de ciertos segmentos, como los que organizan diversos menesteres en lugares y tiempos específicos de la vida social y urbana. Adultos, conocemos de su existencia, los frecuentemos o ignoremos. El pluralismo contemporáneo “normal” define una mezcla regulada de lo diverso, lo alto y lo bajo, lo cómico y lo serio.
En los tiempos de crimen y censura de la dictadura, la estupidez (bajo alegato de entretenimiento, adhesión de las audiencias y ethos televisivo) se instaló como práctica generalizada y transversal de nuestra industria del espectáculo. Desde entonces transcurrieron tanto el menemismo como algunos aspectos de la expansión tecnológica que, cada uno a su manera y en forma combinada, desenvolvieron una necedad matricial que devino hegemónica. No es asunto de “nivel”, ni de “calidad”, ni de “chabacanería”, señalados erróneamente por algunos críticos que ponen el acento en los giros retóricos y estilísticos considerados en sus facetas jerárquicas. El mismo gesto que frente a un niño puede ser un juego infantil y frente a un adulto un acto cómico, puede tornarse estúpido y abusivo en un contexto narcótico o negligente. Años de injusticia extrema, horror y mentira han entronizado la confusión de géneros, la aplicación de falsas comicidades, la distorsión del sentido y la disolución de parámetros colectivos de evaluación de los sucesos. Máscaras que encubrieron prácticas políticas y sociales inconfesables, desde la perpetración de crímenes de lesa humanidad hasta el desguace del Estado y la cancelación social de millones de personas. Todo ello se pudo hacer también –entre otras variables– por la instauración de un estado confusional colectivo.
Algunos disidentes emplearon los métodos vigentes para abrir puntos de fuga contrahegemónicos, aunque al no considerar los nervios decisivos de las matrices imperantes dejaron intactos los mecanismos perversos fundamentales, consistentes en las estructuras narcóticas a las que se nos ha acostumbrado como sociedad.
La recuperación de una “normalidad” convivencial, aunque no depare la emancipación ni la fraternidad universal, es un valor insustituible para retornar del horror y la injusticia extremos: demanda una recuperación relativa de algunas distinciones, segmentaciones y diferenciaciones entre política y entretenimiento, seriedad y comicidad, gravedad y ligereza. Aun cuando el ethos televisivo considerado como un todo responde al modelo del cambalache, la medida y los límites en que ello ocurra están muy lejos de donde hemos llegado en estas últimas décadas, tanto si comparamos el presente con el pasado como si –sobre todo– comparamos nuestra TV con la de otros países, algo para lo cual incluso es útil lo que vemos en nuestras propias emisiones de cable. Los niveles de brutalidad, estupidez y crueldad de nuestra TV son culminantes.
Es por todo ello que necesitamos discutir los formatos y las retóricas de los programas televisivos de archivo, porque contienen el legado de nuestras peores épocas. El problema no es la existencia de esos programas, que podría estar limitada por las codificaciones habituales, sino el papel que desempeñan, debido no sólo a sus protagonistas y productores, sino al embotamiento instaurado en las audiencias. El público es un recurso de la industria cultural y necesita cuidados, como los requiere la tierra cuando es cultivada, en lugar de despilfarrarla en pro de la máxima ganancia en el menor tiempo posible. Nuestras audiencias han sido dilapidadas de manera semejante. La fiesta del Bicentenario, en contraste, deja un saldo ejemplar. Sus programadores tuvieron la audacia de desobedecer a los andariveles hegemónicos. Mostraron un camino diferente: se puede ofrecer a las audiencias lo mejor y no lo peor, significados dotados de complejidad y no de estupidez, imágenes pertenecientes a géneros distintos, no confusos.
* Ensayista
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