Mar 03.05.2011
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TELEVISION › OPINIóN

De tal palo, tal astilla

› Por Emanuel Respighi

De que la TV es un gran negocio no cabe duda alguna. Cualquiera sabe que se trata de una industria en la que cada vez más se prioriza el aspecto comercial por sobre el rol social que los canales supuestamente deberían tener, en tanto ponen en circulación informaciones y relatos que condicionan sentido y opiniones. Dentro de ese sistema, masivo como ningún otro, tampoco parecería merecer debate alguno señalar que Gran Hermano es el programa que mejor sintetiza la lógica televisiva: no hay idea más cercana al entretenimiento y la búsqueda del rating y anunciantes que la creación de John De Mol. En Gran Hermano, con excepción de los televidentes que se embanderan detrás de cualquiera de los participantes, no se piensa en otra cosa que en facturar. Desde ese punto de vista, puede pensarse a Gran Hermano como hijo predilecto y natural de la TV actual.

Basta como prueba de esta afirmación un hecho que se suscitó en la finalización de la séptima edición de la versión argentina del formato, que el domingo último se emitió por la pantalla de Telefe, con un promedio de 31,4 puntos. Ya “consagrado” como ganador del certamen que en cada nueva edición renueva su condición de incomprensible fenómeno, Cristian U. ingresaba a un estudio repleto de gente vitoreando su nombre, papelitos y emotiva música incidental ad hoc. La salida de la casa tras 131 días de encierro –la estadía más larga en la historia local del reality show– fundió al ganador con varios de sus amigos en un único abrazo, que se batía a puro salto. Hasta ese momento, nada extraño. El suceso que puso de relieve la naturaleza del formato llegó cuando el muchacho vencedor se abrazó con su novia Mary. Mientras desde la producción se intentaba completar el “cuadro emotivo”, la pareja de Cristian U. aprovechó la cercanía con el muchacho para darle un claro mensaje: “No firmés nada con Telefe”, repitió, hasta que el micrófono fue silenciado y un desencajado Jorge Rial rompió abruptamente el reencuentro que segundos antes anunció como “la imagen que deseaba ver”.

Ese desliz que se filtró en la transmisión –imperdonable para el éxito de este tipo de productos que se esfuerzan en presentarse como “paternalistas”— desnudó el perverso dispositivo que Gran Hermano pone en marcha ante cada nueva edición, en el seno mismo del reality show. Allí, en el momento de mayor audiencia –el minuto a minuto marcaba entonces un pico de 34,3 puntos de promedio–, el ruego/afirmación de la novia del ganador pudo más que cualquiera de los recursos televisivos que la producción había preparado para imprimirle al final las dosis de emoción y celebración a las que acostumbra el formato. El “show” había terminado.

“Lamento que no puedas disfrutar este momento por pensar en otras cosas”, recibió a Cristian U. un Rial incómodo, ante el poder de la evidencia que se había escurrido. Es que en la TV, parece, también se carga de sentido la estrofa que escribió Joan Manuel Serrat en “Esos locos bajitos”: “a menudo los hijos se nos parecen...”.

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