TELEVISION › EL CUARTETO DE LOS SóNICOS, UNO DE LOS GRANDES PROGRAMAS DE LA TEMPORADA
La extraordinaria química que se aprecia en pantalla cada domingo se trasluce en una charla imperdible, en la que los actores analizan por qué Los Sónicos es mucho más que una “comedia rockera”, y las sensaciones que dispara en públicos de edades bien distintas.
› Por Emanuel Respighi
El estudio de Norman Briski donde dicta sus clases de teatro es el lugar convenido para el encuentro con los protagonistas de Los sónicos, la comedia rockera que los domingos a las 22 se emite por Canal 9. Al ingresar está Briski, el anfitrión, sentado junto a un pan dulce de Plaza Mayor (“El más rico que probé en mi vida”, dirá), mientras algunos jóvenes preparan el mate. El primero en llegar es Hugo Arana, que mira la escena y lanza la primera de una serie de chicanas que ya no terminarán. “Es mediodía: yo venía a un asado, no me conformo con un pan dulce”, atacará a Briski con cara de pocos amigos. Resuenan las primeras risas. Suena el timbre, se abre la puerta y aparece Mario Alarcón. “Llegó el podólogo!”, grita Briski. “¿Sabés por qué le decimos el podólogo? Porque necesita siempre el pie para decir su texto, si no se lo das es un inútil”, cuenta, riendo. “Perdón, ¿no eran individuales las notas?”, pregunta el recién llegado, en afán de retrucar a su compañero. El inicio de una charla con grandes actores de ayer y hoy.
Tras el chicaneo de bienvenida, la encargada de prensa del programa producido por GP Media comunica que Roberto Carnaghi, el cuarto en cuestión, no podrá acudir a la cita por un problema personal (ver aparte). Desde ese momento, las bromas pasan a tener casi un único destinatario. “Puedo hablar en nombre de Carnaghi, si querés digo algo”, se propone Arana. “No, pará, mejor: cuando alguno de nosotros dice una boludez, ponela en boca de Carnaghi y chaupinela”, agrega Alarcón. “Y si decimos muchas boludeces, subrayá ‘insiste Roberto’ y listo”, sigue Arana. El cuarteto funciona con la misma lógica con la que sus personajes invitan a la carcajada en varias escenas de Los sónicos, potenciándose para darles vida a esos viejos copados que intentarán rearmar el grupo de rock psicodélico que comandaron a fines de los ’60.
“Por primera vez en mi trayectoria como actor siento que la TV me brinda un espacio para jugar a ver qué hacemos con las situaciones que nos propone el guión, a ver qué nos sale y qué pelamos”, confiesa Briski. Esa libertad creativa, señalan, parece ser la clave de un programa que cruza a todas las edades. “La esencia de nuestro trabajo –agrega el reconocido actor– siempre fue la improvisación. La capacidad de un actor se ve en la improvisación que logra a partir de determinadas premisas. Y en Los sónicos trabajamos así, sin rivalidad ni competencia: estamos de vuelta.”
Mario Alarcón: –Los actores viven hablando de la importancia de complementarse y llevarse bien, y eso es difícil de lograr, sobre todo en un medio donde los grados de ego son de dimensiones magníficas. Y acá nos encontramos cuatro personas que tenemos muchas diferencias, ideológicas, personales y artísticas, que terminan por complementarnos y potenciarnos en pantalla. Pero eso sólo se puede porque nos respetamos. No hubo ningún incidente entre nosotros. Ya no estamos para buscar las tapas de revistas de chimentos. Llegamos al set con nuestros problemas, pero con la alegría de compartir un gran trabajo con gente que uno admira, que se preocupa por lo que le pasa al otro. No es consciente, surgió naturalmente. Eso habla de un gran respeto mutuo. Yo sé quién es cada uno de ellos, y viceversa.
Hugo Arana: –La clave está con qué actitud y desde qué lugar uno se acerca al juego de la actuación. No hay más misterio que ése. Si en el equipo se coincide en esa energía, es muy probable que el afecto aparezca con naturalidad. Hay respeto porque hay una actitud muy semejante al que se percibe de cada compañero. Si uno comparte un set con un actor que no le importa un carajo la letra, ni el horario ni dónde pararse, es difícil que el afecto nazca. El talento o la inteligencia que pueda tener no sirven: ¡Que se las meta en el culo! Cuando uno trabaja en equipo, la humanidad es tan importante como el talento.
Norman Briski: –El gran desafío de un actor es querer entrar en la ficción. Tenemos muchas horas de vuelo, y tuvimos la suerte de que se dieron inmejorables condiciones para trabajar, que se deberían y podrían dar con mucha más frecuencia en la Argentina. Cuando las ambiciones o el desinterés se cuelan en un grupo artístico, se quiebra la armonía.
Reconocidos y talentosos, disparatados y creativos: el longevo cuarteto logra darle una alocada cuota a la historia pergeñada por Gastón Portal, que no por absurda pierde verosimilitud. Los ro-ckeros jubilados parecen ser, efectivamente, la continuidad en el tiempo del grupo que, según la trama, cuando jóvenes fundaron el rock nacional. El desdoblamiento del relato en esos dos tiempos, cruzando las historias de cuando eran jóvenes con las de la actualidad, funcionan aceitadamente. Por primera vez, la TV cuenta una historia de rock sin edulcorar, ni plasmando una trama de nicho. Una historia con conocimiento de causa y de timing televisivo.
–Los sónicos tiene dos tiempos de relato. De alguna manera, ustedes en los sesenta también tenían una edad parecida a la de los personajes cuando se iniciaban. ¿Vivieron aquellos años con ese espíritu rockero?
M. A.: –Yo soy del ’45, entré en los ’60 en plena adolescencia. Viví en Rosario e iba a los bailongos, pero éramos una adolescencia mucho más naïf comparada con la actual. El rock en aquel momento era más importado que otra cosa. Pero es evidente que el rock te marca, en la personalidad de uno y en la manera de vestirse y de hablar. El rock es más una cultura que un género musical. Fue un hito fuerte en mi adolescencia.
H. A.:–No era un tipo que mamara el rock cotidianamente. Me gustaban Los Beatles, pero no lo vivía con pasión desenfrenada. Además, para bailar era tronco. Por eso sólo bailaba lentos, mi especialidad... Para no arriesgar, nunca intenté bailar rock. No era ideológico: ¡era biológico! En ésa no me anoté. Siempre fui un burro para la música.
N. B.: –Un nulo. Sos un nulista. Un dedicado a lo nulo.
H. A.: –Sí, pero un nulo recibido con honores... No, mejor eso ponéselo en boca de Roberto (risas). He tenido una tendencia a desafinar, por lo que el mundo de la música siempre me fue esquivo, no me quiso. Y como buen orgulloso, no le di bola. Y tampoco le daban bola mis amigos: nosotros jugábamos al fútbol. Y si escuchábamos música era la que sonaban desde alguna casa, el trío Los Panchos, o algo así (Briski se ríe a carcajadas). Si se van a reír de mi vida, me mando a mudar... A ver, escuchemos al lúcido del grupo...
N. B.:–Yo era más de la música clásica y el jazz. Pero cuando escuché a Pink Floyd me dio la impresión de que se abría un mundo nuevo, que en mi caso no se completó con Los Beatles. Floyd hacía una música rockera sinfónica, pero era música de grande. Una chica me pasó un disco bajo la puerta y me abrió la cabeza. Los Beatles me parecían buenos, pero no me entusiasmó como Floyd, que era la sinfonía del éxtasis. Lo que tiene el rock es que siempre está ahí arriba y te pone bien arriba. El teatro tiene una estructura de relato dramático de in crescendo, donde llega el punto máximo en el clímax. El rock se presentaba como una revolución artística con la que uno creía que podía transformar lo social.
H. A.: –A mí Los Beatles me tocaban una fibra sensible, más que los Stones. Había en su melodía, en su manera, algo de atractiva melancolía. Más allá del flequillo, que ya era revolucionario, porque era el arma estética de romper formas y modificar el statu quo. ¿Qué es el rock si no es revolución, en el sentido de buscar romper con lo instituido?
N. B.: –Siempre creí que la lucha del rock no es antipolítica, sino anticivilización. En el rock se manifiesta el hartazgo a la civilización y sus instituciones. Es un grito de ruptura más que un proceso político de cambio.
M. A.: –El rock es un fenómeno de protesta. Pero esto lo digo ahora. En su momento, tenía un atractivo muy fuerte desde la vía sensible. Con los años, uno puede intelectualizar el fenómeno y darse cuenta de que era una forma en la cual canalizar la rebeldía. A mí los Rolling, más allá de lo artístico, tienen una manera de presentarse que me sigue atrayendo. No sé si son superiores a The Beatles; son de otra época.
–¿Qué creen que condensó Los sónicos para que haya tenido tan buena repercusión?
H. A.: –Habla de la música como lenguaje universal, un legado único. La música no necesita de la cultura que la produjo para disfrutarla ni comprenderla. Hay un cuento de Ray Bradbury muy bello en el que una enorme nube, que es un ente, trata de comunicarse con la tierra y no lo logra. Hasta que un día escucha la Novena Sinfonía y empieza a comprender a la humanidad. Uno puede escuchar un coro de nativos africanos que te puede llegar a revolver el alma. ¿Y qué sabe uno de la cultura africana?
N. B.: –La música es el arte con el más maravilloso poder sensorial. Al punto de que, también, puede ser contraproducente cuando provoca “músicaadicción”, y la música pasa a ser el vehículo para rajarte, para la ingravidez, a la pérdida del sentido de la realidad...
–Ustedes encajan con el espíritu rockero que el programa requiere. ¿Hubo investigación o bastó con ese espíritu? Hay como una retroalimentación sana entre ustedes, en pantalla y fuera de ella.
N. B.: –Uno como actor asume el compromiso de acercarse e investigar sobre el papel. Siempre. También puedo hacer de un cazabombardero, pero dame tiempo y una moto por lo menos para ir tirando. Mi aproximación es que toqué el piano, pero no más. Tenemos amor por nuestras diferencias. Si hay algo que tiene el otro que uno no lo posee nos agarra cierta curiosidad y entusiasmo de niño. Si hay un personaje que tiene que manejar un submarino, me lo imagino a Mario maniobrando entusiasmado el periscopio (Alarcón se levanta de su silla y hace la mímica)... ya tiene la postura de un comandante de vasta experiencia.
H. A.: –Mirá, es un submarinista.
N. B.: –Es que tiene la ventaja de que ya en la vida real le falta un poco el aire (risas).
M. A.:–¿Se nota que me une a Norman un antagonismo amistoso? Yo también estudié piano en mi adolescencia, me inicié en abogacía y en algún momento apareció el teatro.
H. A.: –Mirá vos, claro: eso explica todo. Tiene lógica que un tipo que estudió piano y luego abogacía termine siendo actor...
M. A.: –Tengo una profunda admiración por los músicos y los bailarines. No porque eran cosas que hubiera querido hacer, sino porque los admiro. Va a parecer muy tonto lo que digo, pero en todo caso se lo adjudicás a Carnaghi (risas), la música tiene algo transformador. Cada uno escucha la música a su manera, pero cuando pongo música en mi casa me genera un placer distinto a cualquier otro, me conecta con algo indescriptible. Es tal el poder de la música que cuando hice el servicio militar y hacíamos maniobras caminando, nos ponían la marcha militar y esos rígidos acordes ya nos cambiaban el humor. Mirá lo que podía la música. Nos sacaba la angustia de estar haciendo el servicio militar. Yo hice gira en Francia con músicos y bailarines de tango y, sin gustarme mucho el género, fue una temporada humanamente muy placentera.
–En Los sónicos, dos tiempos de relato permiten que un público amplio se identifique con el espíritu de los protagonistas, a través de la música como lenguaje común.
H. A.: –No sé si a todo el mundo, pero el salto temporal pone al espectador ante un planteo personal sobre lo que pasó en esos cuarenta años. ¿Quién era cuando adolescente? ¿Con qué soñaba? ¿Qué soy hoy? ¿Qué quedó en el camino? Eso seduce a cualquier espectador. Y el lazo para unir esos dos momentos, de tres tipos que los miércoles van a visitar a su amigo en coma, es brillante. Los que tienen nuestra edad hacen el debe y el haber con el programa, los jóvenes pueden tener una idea medianamente acabada del rock en los ‘60 y se los invita a pensar qué será de su vida dentro de 40 años. Los sónicos es un viaje en el tiempo, con música de fondo. Y la música penetra en algún lugar del alma de las personas, más allá de sus intereses y diferencias. Y el programa tiene un elenco extraordinario. Bah, en realidad, los que estamos acá somos excelentes actores, tampoco vamos a ensalzar a los que no están...
N. B.: –Probablemente de forma inconsciente, la figura del desaparecido también sobrevuela el problema, aun cuando sea una comedia. Porque ese reencuentro luego de 43 años con el amigo se relaciona, de alguna manera, con la política de derechos humanos implementada, que resignificó la figura del desaparecido en la sociedad. Me gusta creer que el significado de esos 43 años dormido de Kloster es una metáfora de los que no quisieron o no pudieron ver lo que ocurrió durante la dictadura. Que no representa a los militares, que fueron los ejecutores del exterminio, ni tampoco a las víctimas directas: de alguna manera interpela buena parte de la sociedad. Los sónicos tiene muchas capas de lectura. Y ésa es una.
–¿Le parece que en cierta forma cuenta el devenir histórico argentino a través del rock?
N. B.: –El rock es emancipación, también. Charly García tocaba en el Luna Park cuando nadie lo hacía, con el propósito de movilizar a los jóvenes en esos tiempos oscuros. Como Antonio Gasalla, te guste o no, que hablaba sobre lo que pasaba cuando nadie lo hacía. Y ni hablar de Teatro Abierto, que iluminó las zonas más oscuras de este genocidio espantoso. Los sónicos podía haber hablado del rock sin su significado social histórico, como una simple búsqueda estética. Y, sin embargo, el significado social del rock está incluido en la historia del programa. Eso produce respeto. No es una simple comedia, tiene una mirada crítica del rock y el negocio, a la vez que posa su mirada en nuestra historia.
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