TELEVISION › SILENCIOS DE FAMILIA, LA NUEVA COMEDIA DRAMATICA DE POL-KA
En un caldo de cultivo de insatisfacción familiar en el que nadie está libre de pecado, la creación de Javier Daulte –protagonizada por Adrián Suar, Julieta Díaz y Florencia Bertotti– asume un registro narrativo ajustado que evita la sensiblería emocional.
“Alguna vez alguien dijo que la familia es como un campo minado: todo está bien y puede pasar mucho tiempo sin que nada explote, pero eso no quiere decir que las minas no estén. Están. Nadie sabe dónde. Y un día alguien pisa en el lugar equivocado”. El pensamiento de Miguel (Adrián Suar) resume el nudo dramático de la trama de Silencios de familia, el unitario que El Trece estrenó el domingo pasado a las 22. La nueva producción de Pol-Ka retoma una de las obsesiones de la casa productora más prolífica de la TV argentina: la familia y los vínculos que se construyen entre sus miembros, a los que busca abordar con mayor profundidad que en ciclos anteriores. Silencios... transita con comodidad por la comedia dramática, sin caer en estereotipos ni en la eterna lucha de clases. No es poco.
El nivel de atracción de una ficción siempre está supeditado al conflicto que se intente contar. O, al menos, eso es lo que debería ser. Si bien puede pasar que un único personaje sea lo suficientemente atractivo como para lograr atrapar al público, lo cierto es que la carga de tensión que despliega una historia, así como la forma en la que se la cuenta, suelen ser los ganchos necesarios para sujetar a una audiencia considerable. Mucho más si se trata de una serie televisiva que se emite en el tiempo, a razón de un episodio por semana. El primer capítulo de Silencios... cumplió con parte de esa premisa: en la familia Diamante, lo que sobran son los conflictos. Detrás de la apariencia de “familia bien” que destilan, del cartel del “hogar dulce hogar”, cada integrante oculta alguna miseria, ciertas frustraciones, un puñado de secretos, y mucha insatisfacción.
La trama gira en torno a Miguel (Suar, en una interpretación en la que economiza sus mohines), un odontólogo de mediana edad, familiero y conservador, que quiere seguir controlando la vida de sus tres hijos, pese a que Lara, Tobi y Mía ya transitan la adolescencia. El problema, justamente, es que sus hijos le piden a gritos un poco de libertad a Miguel, con el que deben convivir a toda hora ya que tiene montado el consultorio en su propia casa. Asfixiados, al punto de que los hace trabajar –contra su voluntad manifiesta– de “secretarios”, sus hijos no la pasan bien: la más grande quiere independizarse pero no sabe cómo, el del medio les roba dinero a sus padres y muestra ambigüedad sexual, y la menor oculta algo que aún no salió a la superficie. Ninguno de los tres se siente escuchado por Miguel. Tampoco por su madre, Elisa (Julieta Díaz, siempre rendidora), que también comparte espacio laboral y hogareño preparando y vendiendo comida. Para colmo de males, el desgaste en el matrimonio de Elisa y Miguel no ayuda a contener la compleja dinámica familiar. Aunque esa crisis no se exprese. O nadie quiera verla.
Ese combo de silencios familiares son los que empiezan a salir a luz, en principio a causa de dos motivos que quedaron claramente expuestos en el primer episodio. Por un lado, la aparición de una paciente del doctor Diamante, Fabiana (Florencia Bertotti), le mueve el piso al odontólogo, desnudando la crisis matrimonial de la que hasta ese momento era protagonista pero no se había percatado (o no quería hacerlo). Sin embargo, el hecho que confirma que en los Diamante todo lo sólido se disuelve en el aire es el que tiene como protagonista a Tobi (Lucas García), cuando su terapeuta de años cita a los padres a una sesión para contarles que durante todo el tiempo de análisis su hijo le había dicho que ellos ¡estaban muertos! A Elisa la había matado en un accidente y Miguel se había suicidado.
La irrupción de estos dos hechos torna manifiesta la infelicidad hasta ese momento tapada de la familia Diamante. La infelicidad de cada uno de sus miembros con su vida se expresó de la peor manera en la que fue la escena más lograda del debut: el almuerzo familiar se transformó en un round discursivo, a partir de una discusión que escaló en reproches y cruces entre todos y cada uno de los presentes, incluidos la abuela metida a la que le gusta beber (una exquisita Marilú Marini), y el abuelo timbero que nunca saldó sus préstamos y después de años se apareció con un auto cero kilómetro. En ese caldo de cultivo en el que nadie está libre de pecado, Silencios... asume un registro narrativo ajustado, sin volcarse hacia la comedia de enredos ni a la solemnidad melodramática. Mucho menos a la sensibilería emocional.
Más allá de la impecable factura técnica de Silencios..., el principal atractivo de la ficción tiene que ver con la manera en que está presentada la dinámica familiar, a partir de la siempre filosa y profunda pluma de Javier Daulte (Para vestir santos, Tiempos compulsivos) a la hora de pergeñar el guión. Hay personajes bien delineados y actuaciones que las mejoran. Insatisfechos, sofocados y con muchas heridas sin cicatrizar, cada uno de los personajes asume una complejidad afectiva particular, cuya problemática el televidente irá descubriendo a cuentagotas. A su vez, cada una de esas almas anhelantes son las piezas de un rompecabezas familiar en el que ninguna parece estar en su lugar. La gran pregunta de Silencios..., que seguramente se responderá con el correr de los capítulos (o no), es si esos mundos en pena son consecuencia del vínculo familiar construido, o viceversa.
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