Vie 29.12.2006
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TELEVISION › OPINION

Ovaciones y puteadas

› Por Eduardo Fabregat

“La gente se divide entre los que me odian porque ven en mí a Lisandro, pero también los que me dicen que se divierten. Esa respuesta dual es la misma que se da a nivel social respecto de otras cuestiones. Por eso nos equivocamos tanto como país. Mucha gente me pregunta si Lisandro se va a volver bueno, y yo les respondo que no, que tiene que ir en cana. A veces el público se olvida que Lisandro es un asesino.” Roberto Carnaghi dijo esas palabras en el reportaje que este diario publicó el 29 de noviembre, y el párrafo cobra aún más peso a la vista de lo sucedido en el Luna Park. En las épocas de Tato Bores, Carnaghi también provocaba esa dualidad con el corrupto a ultranza que disparaba las inolvidables miradas a cámara del monologuista número uno de la Nación: es el mérito de un actor talentosísimo, pero también la exposición de los peores vicios de la sociedad argentina.

Que un estadio lleno coree fanatizado el nombre de Lisandro, no el de Carnaghi, pone en tela de juicio los mismísimos propósitos progresistas de Montecristo. Está claro que la puesta en escena en el templo del box, el papel picado, la sonrisa perdida de Marley y la abrumadora presencia de jovencitas fanáticas de Pablo Echarri –al cabo un galán de telenovelas, no un adalid en la lucha por los derechos humanos– diluye de por sí las intenciones del guión pergeñado por Adriana Lorenzón y Marcelo Camaño sobre el original de Alejandro Dumas. Pero cabe preguntarse hasta dónde, cuán profundo caló ese mensaje de nunca más que se leía en la historia del represor Lisandro, el obstetra de Campo de Mayo Lombardo, los desaparecidos Suárez y las hermanas Laura y Victoria, separadas por el crimen de apropiación de menores. Cierto es que las consultas en Abuelas se triplicaron, también es cierto que –como tituló esta sección– la memoria llegó al prime time, pero hay un público joven que no parece intuir siquiera la atrocidad de vivar bajo una lluvia de confetti el nombre de un torturador, asesino y apropiador, aunque sea de ficción. Julio López sigue en las sombras, y esta misma edición da cuenta de la desaparición de otro testigo en un juicio contra un criminal de la vida real. El nombre de Roberto Carnaghi, quizás el mejor intérprete del elenco de Montecristo, que encontró la máscara justa para el asesino en tiempos de bonanza y en su final tras las rejas, merece ser coreado. El de Lisandro, el de todos los Lisandros de este país, sólo merece una puteada tan grande como el Luna Park.

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