VIDEO › PINGPONG, óPERA PRIMA DE MATTHIAS LUTHARDT
Si el malestar personal y social, el rechazo por las convenciones dramáticas, la clase media como sujeto y la familia burguesa como objeto son constantes del Joven Cine Alemán, Pingpong responde, de modo casi programático a todas y cada una de ellas.
› Por Horacio Bernades
De la Lugones al DVD, sin escalas. Como parte del ciclo La “Escuela de Berlín”: el Joven Cine Alemán del nuevo siglo, que permite entender por qué el cine de ese origen constituye uno de los fenómenos más distintivos del panorama contemporáneo, el martes próximo se exhibirá, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, Pingpong, ópera prima de Matthias Luthardt. Que nació en Holanda, pero vive y filma en Alemania. Editada por el sello Zeta Films y distribuida por Gativideo, días más tarde la película estará disponible en DVD, cerrando un círculo que la lleva del más proverbial bastión porteño de cine de arte al videoclub, reducto no siempre amigo de esta clase de cine. Si el malestar personal y social, el rechazo por las convenciones dramáticas, la clase media como sujeto y la familia burguesa como objeto son constantes del Nuevo Cine Alemán, Pingpong responde, de modo casi programático, a todas y cada una de ellas.
Una visita inesperada cae, en medio de las vacaciones, en la impecable casa de verano de Anna y Robert, matrimonio burgués de mediana edad. Las miradas incómodas que los involuntarios anfitriones posan sobre Paul, sobrino de Robert, revelan no sólo su sorpresa, sino también el hecho de que el muchacho viene de sufrir una tragedia familiar. Tragedia ante la que Anna y Robert reaccionan, por lo visto, como los porteños frente a la gripe A: tratando de mantenerla lo más lejos posible. Como Paul también necesita tomar distancia, pide pasar un tiempo en casa de los tíos y a ellos no les queda más remedio que decir que sí. Concertista retirada, Anna tiene un hijo llamado Stefan y un perro llamado Schumann. Stefan, que sigue los pasos de mamá, ensaya la sonata Berg para una próxima presentación. No se lo siente muy a gusto, y la persecución a la que su madre lo somete cada vez que lo encuentra vagueando tal vez explique ese displacer pianístico. Con Schumann, el schnautzer de la familia, Anna es bastante más expresiva que con su hijo y marido, mimándolo por toda la casa. Aprovechando una ausencia del tío y la urgencia de sus hormonas, Paul terminará ocupando el lugar de Schumann, en todos los sentidos.
Como sucede con buena parte del Nuevo Cine Alemán, Pingpong es una película sumamente calculada, tanto en términos de concepción como de representación. El mundo que muestra es una fachada, en la que todo está tan prolijamente en su lugar que, se sospecha desde temprano, nada debe estarlo del todo. Como en los films de Michael Haneke (que no es una figura paradigmática del Nuevo Cine Alemán, sino del cine alemán a secas), la amenaza del desorden constituye un estado de latencia permanente, una suerte de relato paralelo y subterráneo, del cual cada tanto sale a flote la punta de algún iceberg. La necesidad de Robert de mostrarse como líder de la manada es una de esas puntas: el tipo se pone a pelotear al ping pong con su sobrino, con la actitud de quien está por disputar la final del mundo. La actitud huidiza de Stefan, su sujeción al deseo de la mamá y su sobreactuada rivalidad con el primo, otros icebergs. En cuanto a mamá, bueno, eso de emprenderla a palazos contra la mesa de ping pong, nada más que porque el hijo dejó el taburete por un rato, es un iceberg de tamaño antártico.
Las actuaciones son tan precisas y medidas como cada encuadre, y la iluminación, que parece destinada a hacerlo todo visible, colabora para que Pingpong se parezca, en definitiva, al living de la familia protagónica. Todo en ella responde a un sistema controlado, en la estricta planificación que la rige parecería no haber lugar para fallos o descuidos, para pelos del perro ensuciando la alfombra. Lúcidas, irreprochables, con frecuencia inquietantes, no siempre las películas del Nuevo Cine Alemán quedan a salvo de convertirse en retratos gélidos de una sociedad esterilizada, y Pingpong no es la excepción a esa regla.
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