VIDEO › JUEGOS SáDICOS, DEL AUSTRíACO MICHAEL HANEKE
La remake en inglés de la película que el director de La profesora de piano estrenó en 1997 mantiene sus tópicos intactos. Se trata de la sofisticada autopsia de la familia burguesa, materializada en una noche de intrusión, tortura, sangre y muerte.
› Por Horacio Bernades
La lluvia de premios que en 2001 y 2005 se descargó sobre La profesora de piano y Caché/Escondido, terminó de consagrar a su autor, el austríaco Michael Haneke, como uno de los grandes nombres del circuito internacional de cine de arte. De arte y provocación, teniendo en cuenta que desde fines de los ’80 y comienzos de los ’90, este cineasta de estilo e intención quirúrgica venía practicando, en películas como El séptimo continente, Benny’s Video y 71 fragmentos de una cronología del azar, una cruenta, despiadada autopsia de la familia burguesa. Ese programa ético-estético llegó a su summum en Funny Games, que en 1997 lo puso a la cabeza de la conmoción cinematográfica. Diez años más tarde, Haneke decidió obsequiarle al público estadounidense una remake en inglés. Conocida como Funny Games U.S., Gativideo acaba de ponerla en circulación en la Argentina, con el título –demasiado obvio tal vez, pero indiscutible– de Juegos sádicos.
Desde la primera imagen (un lejanísimo, olímpico plano cenital, desde el que se ve un auto avanzando por una ruta) se advierte que esta Funny Games no representará una variación de la anterior (que en su momento se había editado aquí, en VHS, con el título Horas de terror), sino más bien su clon anglohablante. Con actores más conocidos, en tal caso. El papel de la señora de la casa ahora lo hace Naomi Watts, que además se ocupó de coproducirla, y el de su marido, Tim Roth. El adecuadísimo Michael Pitt es, a su turno, el psicópata “activo” que invade la casa de verano de ambos, acompañado por su doble “pasivo”. Hasta la música es la misma, con Mozart, Händel y Mascagni amodorrando la placidez y alta cultura burguesa, y John Zorn violándola con un electro-noise-neopunk. Básicamente lo mismo que sucede a partir del momento en que los dos intrusos (que dicen llamarse Pedro y Pablo, o Tom y Jerry, o Beavis & Butthead) se asoman por primera vez, tímidamente y pidiendo permiso, en el chalet de Ann y George. Chalet que es casi como si hubieran trasladado, ladrillo a ladrillo, el de la versión original. Lo mismo que los impecables paneles de césped que lo rodean, el lago al que da, los veleros que descansan en él.
De blanco inmaculado, que incluye unos guantes poco aptos para la ocasión, se presentan ambos muchachos, huéspedes temporarios de los vecinos de al lado. Vienen a pedir algunos huevos para una tortilla, los huevos se caen y rompen, ellos piden más, se les vuelven a romper, Ann se cansa y los echa. De ahí en más, la escalada, que empieza con el perro de la familia pegando gritos a lo lejos, sigue con un cachetazo de George y un palazo (de golf) de Peter (¿o es Paul?). Y termina con intrusión, secuestro, tortura, pesadilla, sangre y muerte. ¿Qué pretende Haneke con todo esto? ¿Castigar, quizás, a la familia burguesa, como viene haciéndolo desde comienzos de su carrera? ¿Darle al espectador la misma droga que cierto cine de ultraviolencia le enseñó a consumir? ¿Hacerlo consciente de ello? ¿Cortarle el ojo, como hizo Buñuel en El perro andaluz?
De todas las preguntas anteriores, la única que admite una respuesta rotundamente negativa es la que intenta igualar a Funny Games con El juego del miedo, y otros exponentes actuales de lo que ha dado en llamarse porno-tortura. Los largos, estáticos planos fijos de Haneke no pueden apuntar a otra cosa que no sea a la reflexión. Una reflexión a la que Haneke sin duda fuerza brutalmente, sosteniéndole al espectador la cabeza frente lo que no quiere ver. Que el juego es tan meditado como sofisticado lo demuestra el hecho de que no hay pico violento que el realizador no deje fuera de campo, con total elegancia. Sin duda utópico, el brechtianismo bestial de Haneke apunta a que el espectador advierta su condición de cómplice e, idealmente, la corrija. De allí que el más resuelto de los asesinos le guiñe a la lente, haga comentarios a cámara y hasta se comporte como un videoadicto, tomando un control remoto y rebobinando, para corregir lo que acaba de suceder en el living.
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