VIDEO › BIENVENIDO A WOODSTOCK, DIRIGIDA POR ANG LEE
El film más reciente del taiwanés ganador de un Oscar por Secreto en la montaña da cuenta de cómo un pueblito sin mayores pergaminos terminó albergando al legendario festival. Una historia que transcurre sin estridencias y al margen de las estrellas de rock.
› Por Horacio Bernades
Cinco mil dólares le pide Max Yasgur a Michael Lang por el alquiler de su granja de 240 hectáreas. Unas horas más tarde, el hombre se da cuenta de lo corto que se quedó, y sube un poquito la cifra: ahora son 75.000 dólares. Trato hecho, dicen Michael y sus socios, calculando los millones de dólares que van a recaudar con el evento. ¿Qué evento? ¡Woodstock, por supuesto! Cómo un pueblito venido abajo terminó acogiendo el festival musical más grande del siglo XX es la historia que narra Taking Woodstock, la película más reciente del taiwanés Ang Lee, que en noviembre pasado fue parte de la programación del Festival de Mar del Plata. Ni ese dato, ni la fama de su realizador (un lustro atrás ganador del Oscar, por Secreto en la montaña) ni el altísimo interés de la historia fueron suficientes, parece, para justificar su estreno en salas de cine en Argentina. Consecuencia de ello, AVH la edita en DVD la semana próxima, con el título Bienvenido a Woodstock.
La historia es increíble pero cierta, diría algún sueltito periodístico de años ha. Corre el año 1969 y el villorrio de White Lake, suroeste del estado de Nueva York, necesita levantar su alicaída economía. ¿Pero cómo? A uno de los seis o siete miembros de la Cámara de Comercio local se le ocurre promover algo parecido a los encierros de Pamplona, con judíos ortodoxos en lugar de vascos. Moción rechazada. No queda otra, entonces, que renovar el permiso del que goza el pueblito para la celebración de una fiesta anual. Fiesta que generalmente se reduce a escuchar los discos de la discoteca personal de Elliott Teichberg. Presidente de la Cámara de Comercio de White Lake, a los 34 años Elliott se volvió a vivir con papá y mamá, luego de fracasar en Nueva York como decorador de interiores. Pero ahora a Elliott se le prendió la lamparita y llama a su antiguo compañero de cole Michael Lang, que trabaja como empresario musical y anda necesitando un lugar (y un permiso municipal) para montar un festival gigante. ¡Bingo! Sólo falta llegar a un acuerdo con Max Yasgur y Woodstock empezará a tomar forma.
Semanas más tarde, en la granja de Max se podrá escuchar a Arlo Guthrie, a Country Joe and The Fish, a Jefferson Airplane y Grateful Dead. Pero se los oirá siempre a la distancia. Porque es al costado del escenario, de la historia, donde está parado Elliott Teichberg, y es desde su punto de vista que la historia se narra. Timidísimo chico judío, gay bien en el fondo del closet, atrapado en una familia dominada por una de las más terribles idische mames que se hayan padecido en años, Elliott está más próximo al Woody Allen de la época que a cualquiera de esos 400.000 chicos y chicas que se bañan desnudos en el río, tripean junto al escenario o curten en cualquier carpa de las inmediaciones. Interpretado por Demetri Martin, stand-up comedian hasta aquí desconocido y de notable sutileza, Bienvenido a Woodstock está basada en el libro de memorias que Teichberg publicó un par de años atrás, y que Ang Lee adaptó junto a James Schamus, socio y coguionista de toda la vida. De allí que la historia grande se aborde siempre desde el margen en el que Elliott la vive: el más invisible de todos.
Llena, en toda su primera mitad (después se normaliza un poco) de un humor entre judío y absurdo que le sienta de maravillas, la diferencia de escala entre los vecinos –en particular la familia de Elliott, dueños de una pensioncita de mala muerte– y el tamaño del megaconcierto que se está gestando, dice mucho más sobre el modo en que los hechos históricos se presentan, que cualquier película de altas pretensiones historicistas. La historia (también) la hacen los Elliott, dice Bienvenido a Woodstock. No hay en esa afirmación el menor rastro de demagogia populista, sino una simple, sincera, vivificante simpatía por los secundarios de la vida cotidiana.
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