VIDEO › “SCHULTZE ALCANZA EL BLUES”
Aki Kaurismäki recorre la pasión de su personaje con impasibilidad humorística.
› Por Horacio Bernades
Todo empezó a fines de los ’80 con los Leningrad Cowboys, y siguió con películas como Yo contraté un asesino serial, Drifting Clouds y El hombre sin pasado. En ese recorrido, el finlandés Aki Kaurismäki fue desarrollando un estilo que bien podría definirse como de impasibilidad humorística. Hieratismo, planos fijos, un importante peso de las elipsis y el fuera de campo, y un tipo de gag mudo y glacial son rasgos inconfundibles de ese estilo. Cineastas de distintas procedencias (Jim Jarmusch, Takeshi Kitano, Martín Rejtman) y films puntuales como Down by Law, Rapado, El verano de Kikujiro y Whisky sintonizaron con –o lisa y llanamente derivaron de– esas marcas de fábrica con patente de Helsinki. Marcas que vuelven a imprimirse fuertemente sobre un film como Schultze Gets the Blues, ópera prima del realizador alemán Michael Schorr. Estrenada en 2003 en el Festival de Venecia, la película había podido verse en la anterior edición del Festival de Mar del Plata y ahora el sello AVH acaba de editarla, con el título (muy poco blusero) de Schultze alcanza el blues.
En verdad no son los blues los que cambian la vida del alemanote de Schultze, sino el zydeco, la música de los pantanos de Louisiana, que desde el día en que este regordete bávaro la descubre por la radio es como una iluminación para él. La soledad, la súbita desocupación laboral e innegables dosis de lirismo (siempre cuidadosamente disimulado) son otros rasgos de la comedia kaurismäkiana a los que en su película hace honor Herr Schorr, nacido a orillas del Rhin a mediados de los ’60. Cincuentón largo, solterísimo y casi mudo, Schultze se entera de su jubilación en seco, tras haber trabajado toda su vida en esa mina de carbón, en cierto pueblito del interior alemán. No hay mucho para hacer en el callado villorrio, que no sea jugar al ajedrez, concurrir al club social y deportivo, tomar galones de cerveza y, en el caso de Schultze, tocar siempre las mismas polkas en el acordeón. Pero será el acordeón (ese invento alemán, padre del bandoneón) el que le abra a Schultze las puertas de otra vida.
El tema de la segunda oportunidad en personajes de la tercera edad (con perdón por la rima y el exceso numérico) es una palanca frecuente en el cine de distintas latitudes, y de uno u otro modo películas como La primavera de una solterona, Sol de otoño, Jinetes del espacio y hasta Elsa y Fred han usado y abusado de ella. Es de agradecer que Schorr haya resuelto tamizarlo con un filtro kaurismäkiano, que permite frenar –a fuerza de sequedad y ascetismo– todo derrape a la sensiblería y la ternura. Por más que al rotundo señor lo hechice la energía del zydeco, no hay muchas posibilidades de sentir el temible “ay, qué divino”, frente a un protagonista cuya casi exclusiva forma de comunicación con el prójimo consiste en sacarse el sombrerito bávaro y presentarse, nombrándose siempre por el apellido. Cuando una señora parece decidida a interrumpir su casi total asexualidad, un par de escenas más adelante se muere. Si una mujer del pantano lo invita a probar sus cangrejos, no es porque tenga segundas intenciones sino porque lo nota famélico. Y punto.
En una palabra: Schultze alcanzará el blues todo lo que quieran, pero enamorarse, no se enamora. Esa diferencia con tantos coetáneos cinematográficos, flechados por Cupido cuando todo parecía perdido, mantiene a la película dentro del más puro terreno kaurismäkiano. Tanto como el gusto por ciertos cruces matemáticamente imposibles, sobre todo en el terreno musical. Si el finlandés supo parir a un grupo de impasibles ejecutantes escandinavos de rockabilly (los Leningrad Cowboys), Schorr cuenta con la Bobby Jones Czech Band, eslovacos dedicados a la música texmex, tocando para nadie cuando Schultze se los cruza, en medio de un viaje por Texas. O cierta camarera alemana que de pronto deja de atender a los clientes para entregarse a todos los firuletes del flamenco, ayudada porla música que sale de un jukebox. O el propio protagonista, claro, bailando zydeco en un bolichón sureño, en medio de auténticos parroquianos, que no se privan de sonreírle a la cámara. Preludio para un final bastante más lapidario que el de cualquier película del viejo Aki, hay que reconocerlo.
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