VIDEO › “LOS ULTIMOS DIAS”
Gus Van Sant ofrece un retrato tan lírico como abstracto de los momentos finales del líder de Nirvana.
› Por Horacio Bernades
Tiene la piel muy blanca y el pelo tan rubio y llovido como el de Kurt Cobain. Usa los mismos anteojos con marco de plástico amarillo con los que solía vérselo en las fotos, aquella mítica remera a rayas, la misma campera con forro de piel sintética. Vive en una casa descuidada y gigantesca, en medio del bosque, como Kurt Cobain en los últimos tiempos. Anda con un viejo fusil, de a ratos repta, y si junta fuerzas se sienta y canta algún tema, que suena inconfundiblemente a Nirvana. A pesar de todas esas semejanzas, el protagonista de Los últimos días no se llama Kurt sino Blake. Que tenga otro nombre no parece obedecer sólo a cuestiones legales, sino a que tal vez se trate de un doble, de otro que es y no es el mismo. Presentada internacionalmente en la competencia de Cannes 2005, el sello AVH acaba de editar en video Los últimos días, penúltima película de Gus Van Sant hasta la fecha. Edición casi tan sorpresiva como la propia muerte de Kurt Cobain, ocurrida cierto día de abril de 1994, cuando el monstruo sagrado del grunge tenía sólo 27 años.
Rodada diez años después de esa muerte, originalmente Gus Van Sant había pensado en filmar la vida del músico, siguiendo la línea de surgimiento, ascenso y caída, que suele guiar las biografías de músicos. “Pero tuve miedo de caer en la trampa de elegir los momentos tipo greatest hits y de perderme en demasiada historia”, reconoció más tarde el realizador de Mi mundo privado (película de la que Cobain era fan). Como reacción, Van Sant terminó filmando la película menos parecida a una biografía de músico (o de cualquier otro oficio sobre la Tierra) jamás realizada. Si a algo se parece The Last Days es a Gerry (2002) y Elefante (2003), las dos películas anteriores del realizador, con las cuales completaría una “trilogía de la muerte joven”. Con Gerry, inédita en Argentina, comparte el rechazo por el acontecimiento, el conflicto, la acción. En suma, todo lo que el cine tradicional suele entender por “progresión dramática”. Con Elephant, no sólo el estar inspirada en hechos reales, sino también el modo en que el tiempo transcurre: más que de forma lineal, en espiral, con dos o tres momentos en los que se muerde la cola, como una culebra.
Los momentos que filma Van Sant son como islas de tiempo, que parecerían incomunicadas entre sí. Hasta tal punto que, de no ser por el título de la película (y por algunos cambios de vestuario), se haría imposible precisar si la narración cubre días, semanas, meses o minutos. Que es la forma en que, puede presumirse, el protagonista experimenta el paso del tiempo. Volcada al registro de impresiones antes que a cualquier progresión narrativa, desde sus primeras imágenes, en las que se ve a Blake vagabundeando por el bosque, Los últimos días impone una fuerte huella sensorial. La forma en que la cámara observa, a la distancia, como un intruso aceptado a regañadientes en ese mundo privado; la obstinada fijeza de cada encuadre; la captación de detalles mínimos (el sonido de ramas y hojas secas; el modo en que el protagonista murmura cosas inconexas, a media voz) y el carácter de ceremonia secreta que lo observado parecería tener, van generando la suave hipnosis o trip lento en que el opus 11 de Van Sant sume blandamente al espectador.
A lo largo de 97 minutos, Blake (Michael Pitt, el rubio de Los soñadores, de Bertolucci) canturrea como para adentro algún fragmento irreconocible, da vueltas por el bosque o por la casa, sufre una lipotimia o algo parecido, se prepara macarrones con queso, observa cómo duerme alguno de sus invitados permanentes (entre ellos, una Asia Argento en camiseta y Lukas Haas, el muy crecido chico de Testigo en peligro), atiende a un vendedor de las Páginas Amarillas ataviado con vestidito de noche y borcegos desacordonados, contesta alguna pregunta con monosílabos incomprensibles. De modo semejante a lo que sucedía en Elefante en relación con la masacre de Columbine, es asombroso el modo en que Van Sant transcribe puntillosamente cada mínimo dato de lo real (la furia telefónica de su ex, las referencias a la fuga de un centro de rehabilitación, la presencia de un detective privado, el invernadero donde se halló el cuerpo exánime) para construir con ello una pieza que, en las antípodas de la crónica roja, parecería deberle más al arte abstracto. Una pieza de tiempo, si se quiere recurrir al modo en que alguna vez Peter Bogdanovich definió el cine mismo.
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