CINE › OPINIóN
› Por Marcela Bosch *
El 4 de julio de 1976, la Iglesia de San Patricio se cubrió de sangre: cinco cuerpos de varones yacían en la capilla. “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes”, podía leerse en una alfombra.
Uno de los cuerpos pertenecía al sacerdote palotino Alfredo Kelly, “Alfie” para los conocidos. Los días anteriores a su muerte habían transcurrido entre las tensiones que vivía en su propia iglesia, sumada a las tensiones que, aunque en grado menor, sobrellevaba en la Junta de Catequesis Arquidiocesana de Buenos Aires, de la cual era vicepresidente, en franca disidencia con su presidente Juan Carlos Leardi, un sacerdote conservador alineado con el aquel entonces arzobispo Juan Carlos Aramburu. Conocí a Alfie a mediados del año 1974, en un Encuentro de Catequistas preocupados por poner en práctica las enseñanzas de los Documentos de la Iglesia Latinoamericana en Medellín (1968) y el Documento emitido por el Episcopado Argentino en San Miguel (1969). Luego participábamos en las reuniones de la Junta de Catequesis, en las cuales Alfie hablaba poco, exponía sus ideas de forma concisa y no rehuía el enfrentamiento afín de sostener las mismas.
Alfie me doblaba en edad; sin embargo, nunca sentí que utilizara esta diferencia para hacer valer sus opiniones sobre las mías. El poseía el don de la escucha atenta y la capacidad para hacerse querer por los jóvenes. Me gustaba su aire de gringo campechano. Mientras escribo, tengo en mi mente sus ojos vivaces y una mirada franca que asomaba debajo de una boina negra que cubría su calvicie. Yo disfrutaba particularmente las ocho cuadras que caminábamos juntos a la salida de las reuniones. Me pregunto ahora si me acompañaba o me protegía, quién sabe... Me acuerdo de que sólo cuando me veía subir al colectivo 65 se alejaba en dirección contraria, camino a su casa. Alfie vivía en la Iglesia San Patricio, de Belgrano R. Sus feligreses poco tenían que ver con los pobres, los que padecían las injusticias, los que estaban sedientos de verdad, aquellos a los que Alfie desde joven había decidido entregar su vida con vocación de servicio. Sin embargo, Alfie se quedó en esa iglesia y desde allí, con la seguridad que emanaba de una fe profunda y madura, actuaría proféticamente: anunciando el Evangelio a los jóvenes y denunciando a los adultos que actuaban indignamente, tal como lo hizo en la homilía que trascendió con el nombre de “el sermón de las cucarachas”: así Alfie denominó a los feligreses de su iglesia que habían participado en remates de bienes robados a los desaparecidos.
Alfie formaba parte de una generación de sacerdotes que desentrañaba la dimensión revolucionaria de los Evangelios al asumirlos hasta las últimas consecuencias. Ellos se negaban a mostrarse serviles frente a una Iglesia Católica que, incapaz de despojarse de sus privilegios, permanecía muda ante la injusticia social y profundizaba día a día su complicidad con los asesinos del pueblo. Muchos jóvenes cristianos de ambos sexos compartíamos nuestro tiempo con estos sacerdotes, nos conmovía su entrega para trabajar por el Reino. Un Reino que el fulgor de la época nos llevaba a identificar con la liberación que recorría toda América latina. Y que el ímpetu de la edad nos hacía creer la inminencia de su llegada a nuestro pueblo.
Alfie fue un ejemplo de coherencia y sin duda contribuyó a alimentar en mi mente, como en las de tantos otros jóvenes, el sueño que era posible un mundo con equidad. Lo vi por última vez poco después del 14 de mayo, cuando desaparecieron mis amigas María Ester Lorusso y Mónica Quinteiro. Supo de mi miedo y mi dolor y percibí en él algo nuevo para mí: su gran espiritualidad en medio de la crisis. Hablamos por teléfono una semana antes de su muerte y acordamos en llamarnos para establecer un encuentro previo a la reunión decisiva de la Junta Arquidiocesana, el 6 de julio. La cita nunca se concretó... El había vivido consciente hasta último momento de cada palabra que pronunciaba, de cada mano que tendía y de los riesgos que asumía día a día. Al igual que Jesús, Alfie no buscó su propia muerte, simplemente la aceptaba, tal como podemos leer en su propio diario, como una consecuencia de su vida y de su compromiso. En aquellos días de horror, frente al dios sacrificador de la Doctrina de Seguridad Nacional en el cual creían muchos de sus colegas sacerdotes y obispos, Alfie había optado por un Dios de la vida que dignifica la vida aun después de la muerte.
* Doctora en Teología y militante de derechos humanos.
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