EL HOMBRE QUE ESCRIBíA COMO VIVíA
› Por N. L.
Secuestraron letras para dejar su página en blanco. Y desaparecieron pelotas, para dejar su estadio vacío. Pero aun así, no pudieron con Roberto Santoro, que aparece y vuelve a aparecer, tirando versos y gambetas sobre la inmensidad de una ola interminable que se ha levantado desde los tablones de las bibliotecas y desde los estantes de las populares, donde creaba y jugaba al fútbol, sobre su potrero político y cultural.
Seguramente no habrá sido la pelota ni la literatura ni su sangre grupo A, factor Rh negativo. No habrá sido su edad, ni el amor a su hija. De toda la descripción que Roberto hace de Santoro, en la revista Rescate, el 16 de octubre de 1973, lo más inquietante para la dictadura militar que lo secuestró el 1º de junio de 1977, arrancándolo entre gritos del corazón de la escuela donde trabajaba de preceptor, se leía al final: “Doce horas diarias a la búsqueda absurda, castradora, inhumana, del sueldo que no alcanza. Dos empleos. Vivo en una pieza. Hijo de obreros, tengo conciencia de clase. Rechazo ser travesti del sistema”.
Qué podría molestar de un hombre que “había sido pájaro, cuando era niño”. Qué podría incomodar de un niño que preguntara “¿por qué tiene sombrero esa calesita?”. El estudio de Lilian Garrido, en la última edición de Literatura de la pelota, el arte de obra más increíble del Pelado, permite comprender fácilmente por qué Santoro se autoproclamaba “obrero de la literatura”, o por qué su existencia puede haber alterado el orden militar: “Bajo los manes por ahora victoriosos del prode, la tortura, la carestía, la desocupación, los negociados y las elecciones fraudulentas, se dio por finalizada la edición de este monumento gráfico poético”, escribió como cierre de una publicación, cuyas tapas fueron impresas al revés. El altercado apenas lo obligó a tirar un caño, en una faja que decidió incorporarle antes de la distribución: “Errose: El maleficio militar, al imprentero hizo equivocar, Amigo lector comprenda, del error ninguno escapa, en este libro carpeta, se dieron vuelta las tapas”.
Simplemente, escribía como vivía, evitando alejarse de la realidad, porque “la dispepsia hiperclórica es la acidez estomacal, ¿estamos?” y porque “usar caretas impide respirar con comodidad”. Seguramente habrá molestado tanta capacidad de crear, o apenas su mirada, cargada de una militancia social inagotable, “porque si la literatura no sirve para cambiar la sociedad, no sirve para nada”. Su impronta se repetía, en sus libros, en su Editorial Barrilete o en un discurso en el acto de la Alianza Nacional de Intelectuales: “Frente a tanta indiferencia el camino es poner sangre en las cosas; pegarle al mundo que nos rodea, la vitalidad de la acción”. O en un texto publicado en la revista Herramientas, en 1975: “Conocemos a muchos citadores que viven hablando y tienen tan aceitada la ideología como oxidada la práctica. Preferimos a los que a través del trabajo permanente, anónimo, militante, impulsan y van ganando compañeros en el frente cultural que debemos construir”.
Carrilero de distintas rutas literarias, el autor de Tango y lo demás y El último tranvía eligió un día evitar las grandes editoriales y elaborar sus propios libros, manufacturados, con cajas de cartón o apenas sobres rellenos de textos. Curiosamente, así advirtió que, hasta entonces, “con la excepción de haberlos escrito, yo no tenía nada que ver en la realización”. Por modesto, llamaba “cosas” a sus versos. Y por honesto, se reconocía escritor surrealista: “Sí, realista del sur”. Por él, se encontraron al fin en Literatura de la pelota decenas de poetas, escritores, periodistas e hinchas, para reafirmar que la cultura popular se funde, inevitablemente. Y si la magia literaria se nutre en tantos cuentos escritos con los pies, entre gambetas de novela, jugadas de fantasía y hasta partidos de terror, bien merece la pelota sentirse local en superficies poéticas, sean de césped, de tierra o de papel. Por eso, cuando los costos impedían la periodicidad deseada de sus creaciones, apenas valía la instauración innovadora de un “aparecedario”, que se publicaba esporádicamente y que, desde algún lugar, sigue apareciendo.
Paula lo sabe bien. “Cuando se llevaron a mi papá yo tenía 10 años y él ratos de ocio, casi ninguno. Corría, como yo en estos tiempos, para ganarse el sueldo, como decía, ‘con un despertador en el culo y un infarto en el cuore’; pero con un sueño en el bolsillo. Tan así era, que compartíamos poco tiempo. Sin embargo lo recuerdo los domingos escuchando el partido de fútbol de su Racing querido mientras recortaba las noticias que más le interesaban de los diarios; o cuando me daba hojas para que yo hiciera mis dibujos. Estaba en todos lados: creo que su cabeza era un motor siempre encendido, lleno de ideas y proyectos para compartir.”
Así, semana a semana, en su militancia futbolera o en su militancia en el PRT, se echaba a jugar, decididamente en equipo, como en Gente de Buenos Aires, aquel grupo cultural multidisciplinario que conformó junto al músico Eduardo Rovira, el poeta Luis Luchi y el artista plástico Pedro Gaeta, cuya voz se resquebraja, recordando a Santoro, como todos los días: “Yo me enteré del secuestro de Roberto estando en Europa, pero antes de irme, tuvimos grandes discusiones, porque él estaba más comprometido que todos nosotros y no se quería ir. No había modo de convencerlo. Y al final nos dijo: ‘Si nos vamos todos, quién queda para luchar’”.
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