En Almuerzo de vampiros hay un mapa de referencias literarias que van de Ricardo III, de Shakespeare, a Drácula, de Bram Stoker. ¿Sus novelas se plantean como una suerte de cartografía más o menos explícita de sus lecturas?

–Quise dejar un poco como el centro del edificio Pompidou, una arquitectura con las tripas a la vista. La apuesta estética de esta novela es dejar a la vista ciertas tripas de la construcción literaria que el relato tradicional oculta. Algunas de ellas son las menciones a Shakespeare y Stoker. Otra es el lenguaje, que en lugar de explicar las palabras del argot, del lunfardo chileno, por el contexto, que es el método tradicional, lo que hice fue hacer un glosario con las palabras, como si hubiera un diccionario, con el pretexto de que mi narrador es un lingüista frustrado. Cuando tú sacas esas tripas, esas vigas y cañerías que van ocultas dentro del edificio de la novela, produces un efecto estético. En toda creación consciente de un escritor leído, porque hay muchos no leídos, circulan lecturas de muchos clásicos, pero la tendencia de los relatos tradicionales es a ocultarlos. Yo lo que he hecho es sacarlos afuera, discutirlos explícitamente, ver las relaciones que hay entre un Ricardo III y esta novela que estoy contando, el juego entre el verano del entusiasmo y el invierno del descontento.