Mar 14.02.2006
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MUSICA › OPINION

Mi reino por un ticket

› Por Eduardo Fabregat

Aunque parezca exagerado tratándose de algo tan frívolo como un espectáculo musical, la palabra es desesperación. Desesperado estaba el jovencito que lloraba ayer por la mañana en la puerta del Gran Rex, desesperados los que juntan las monedas para ser reventados en la reventa más cercana. Esta nueva primavera de shows internacionales es recibida por el público con un talante algo desaforado: quizá tiene que ver con la certeza de que aquello que en los ’90 era moneda corriente un buen día puede terminar (otra vez), y entonces cada artista tiene la forma del último tren. Porque los Stones tardaron mucho, es su tercera visita, y vaya uno a saber si volverán a la ruta después de esta aventura; porque U2 está en excelente forma artística; porque Sabina salió de un infierno personal del que no se sabía si saldría y cómo; porque Oasis dio algunas señales de vida con su último disco, porque Santana siempre tiene su bolsón de fanáticos, porque Franz Ferdinand revienta hasta los lavarropas, porque The Rasmus son “la sensación finlandesa” y así, los aficionados a la música en vivo rebotan como pelotita de flipper de una venta telefónica a otra, de un sitio colapsado a otro y de una cola de cinco cuadras a otra de ocho y media. Y el tema se convierte en la historia del día, la fiebre Stone, la fiebre U2, la fiebre Sabina... y la fiebre de la reventa.

Es curioso, pero los tiempos de banda ancha hacen que el revendedor abandone un poco ese carácter clandestino, ese ir a la esquina del teatro a hacer una onerosa transacción con un tipo que mira furtivamente a los costados. El sitio web de Clarín tiene un banner publicitario que dice “Tu entrada para los Stones está acá”, y el link lleva al sitio de comercio virtual Más oportunidades, donde puede pagarse 1200 pesos una platea preferencial –originalmente a $265– para Jagger y compañía. Un vacío legal (¿es delito una transacción consentida entre particulares, aunque esa transacción parezca una estafa?) permite esta reventa oficializada, la mansa aceptación de que alguien puede organizarse, conseguir un buen paquete de tickets, poner precios en el límite del delirio y, gracias a la desesperación, hacerse algo más que el verano. Al cabo, no es para extrañarse tanto en un país donde uno se acostumbra al soundtrack de Somos los piratas, donde la empresa de venta telefónica cobra un service charge del 10 por ciento hasta a los que se comen una cola de cuatro horas para comprar su entrada.

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