MUSICA › OPINION
› Por Diego Fischerman
En la primera frase de la primera canción del primer disco de larga duración de Arco Iris, Gustavo Santaolalla cantaba “quiero llegar”. Ahora, treinta y siete años después y elegido como el mejor músico de cine precisamente en la meca del cine industrial, podría pensarse que lo logró. Pero aquel álbum, comenzado a grabar en noviembre de 1969, es premonitorio en más de un aspecto. En ese disco, a pesar de las letras ingenuas, del registro en cuatro canales y en mono –aunque con una claridad de planos asombrosa– y de un saxofonista y flautista que casi no sabía tocar, ya puede reconocerse mucho de lo que caracteriza el estilo actual de quien es considerado no sólo uno de los mejores productores discográficos del mundo sino el músico latino más influyente en los Estados Unidos.
El rock, prácticamente desde sus comienzos, se desarrolló en dos direcciones simultáneas y, hasta cierto punto, contradictorias entre sí: la marcación tribal y el afán de expansión (tanto espacial como estilística). Estaban los que buscaban (y buscan) el mayor grado de pureza posible, tanto en lo musical como en el gesto, y los que imaginaban al rock devorando –y dejándose devorar– por todas las músicas. En el año de Abbey Road, con Pink Floyd y Hendrix ya por sus terceros discos, con Led Zeppelin en carrera y, en Buenos Aires, con el primer LP de Almendra en las disquerías, todo parecía posible. “Quiero llegar” era un vals jazzeado, cuyo estribillo tomaba la acentuación (y los rasgos en los arreglos de voces) de una zamba y desembocaba en una sección piazzollesca. Y a lo largo del álbum aparecían elementos folklóricos, jazz, bossa nova, baladas, un tema tradicional ucraniano, un coral à la Huanca Huá, hard rock y hasta una tímida experimentación tímbrica.
Arco Iris hacía algo, además, atípico para la época y en donde puede adivinarse, ya, la escucha del productor. Santaolalla, voz principal y compositor de todos los temas, dividía la presentación en vivo en dos partes: en la primera tocaba la guitarra española, sentado, y en la segunda, de pie, la guitarra eléctrica (incluyendo un pedal wah-wah, en ese entonces todavía poco usual). En un momento en que empezaba a aflorar cierto enfrentamiento estético entre los duros (Manal, Vox Dei) y los blandos (Almendra, sobre todo), Santaolalla se plantaba en un lugar ecuménico, como si no se tratara de otra cosa que de géneros y estilos. Lo acústico o lo eléctrico, lo folklórico sudamericano o la más pura tradición del blues y el rock no eran, para Arco Iris, cuestiones de principios (tal vez por eso el público de rock tendió a olvidarlos) sino opciones de un menú. El compositor argentino radicado en Estados Unidos Osvaldo Golijov, uno de los más mimados por el mercado de la música clásica de ese país, trabaja habitualmente con Santaolalla y su último disco, Ayre –donde se incluyen también composiciones de Santaolalla– está producido por el guitarrista. “Es una especie de Elvis Costello argentino”, lo define. Y es cierto. Como él, es un enciclopedista; es capaz de registrar lo esencial de estilos sumamente diferentes, de mimetizarse con ellos e, incluso, de hacerlos suyos hasta el punto de dejar allí un sello personal. En esos sonidos íntimos y alejados de cualquier grandilocuencia, que terminan de dar cuerpo a la película de Ang Lee, Santaolalla es capaz de recurrir a las tradiciones del country y de la música de cine –apenas un capítulo de la enciclopedia– para seguir haciendo su música. Una música que siempre incluyó, con naturalidad, muchas músicas.
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