Jue 23.03.2006
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CINE › UNA NOVELA DE APRENDIZAJE

Cómo dejar de ser hijo para ser padre

Derecho de familia profundiza los temas de Esperando al Mesías y El abrazo partido.

El de Daniel Burman es un caso singular en el cine argentino. A los 33 años ya dirigió cinco largometrajes, tres de los cuales pueden considerarse, sin temor a error, como un cuerpo de obra que el realizador va construyendo muy conscientemente, peldaño a peldaño, casi de manera programática. Exceptuando su ópera prima Un crisantemo estalla en Cincoesquinas (1998), un film todavía precoz y de búsqueda, y el hiato de Todas las azafatas van al cielo (2002), una experiencia fallida, el núcleo de su cine está en la trilogía que inició Esperando al Mesías (2000), siguió con El abrazo partido (2004) y que ahora viene a profundizar Derecho de familia (2005), su película más lograda y madura.

En conjunto, estos tres films se podrían pensar como los sucesivos capítulos de una suerte de pequeña novela familiar, un relato de aprendizaje alimentado por una realidad que tiene también mucho de autobiografía camuflada. Las tres películas giran obsesivamente sobre el tema de la identidad, sobre la noción de familia y, muy especialmente, sobre la construcción de ese vínculo tan particular e inasible que es la paternidad. Y las tres están protagonizadas por Daniel Hendler, a esta altura una suerte de alter ego del director, un personaje que siempre se llama Ariel (aunque en Derecho de familia se lo nombra sólo por su apellido, salvo en el material de prensa) y que con cada una de las películas va creciendo y buscando su lugar en el mundo. Hay algo, un eco de la saga de Truffaut-Doinel en este recorrido que vienen transitando juntos Burman y Hendler.

Si en Esperando al Mesías y en El abrazo partido se trataba, básicamente, de recorrer ese pasaje a la vida adulta en el que se intenta descubrir qué se quiere hacer en la vida, o al menos qué es lo que la vida está haciendo con uno, ahora en Derecho de familia el protagonista ya está mucho más seguro e instalado. El doctor Perelman hijo (Hendler) es abogado, se ocupa de la defensoría de pobres y ausentes, pero lo suyo es la docencia: “No me dedico a la ley sino a la Justicia”, explica pomposamente en la pródiga voz en off con la que el joven Perelman va dando cuenta de su visión del mundo, que no es siempre, ni necesariamente, la de la película.

Esta omnipresente voz en off (otro lazo con el cine de Truffaut) no funciona como el “contenido” que la imagen ilustra, sino que por el contrario trabaja dialécticamente, como si se tratara de dos discursos paralelos de cuyas eventuales contradicciones se alimenta dramáticamente la película. Esto sobre todo es evidente en la relación de Perelman con su mujer (Julieta Díaz), una ex alumna suya, que abandonó Derecho para dedicarse a trabajar como instructora del método de gimnasia Pilates, al que él recurre para poder seducirla. Una seducción que el film –en un gesto de inteligencia y también de audacia– escamotea, deja por completo fuera de campo, contrariando las reglas del lugar común.

Porque el centro de Derecho de familia es otro, pasa por la relación de Perelman hijo con Perelman padre (Arturo Goetz, excelente), un prototípico abogado porteño, dinámico, carismático, que a diferencia de su hijo la Justicia le es completamente ajena y sólo se preocupa por aquello que la ley pueda hacer por sus clientes. “Es una especie de Zelig de los abogados, adopta inmediatamente el lenguaje de su interlocutor”, lo define su hijo, no sin admiración. Al mismo tiempo que Perelman Jr. trata de hacer su propia huella en un campo ya marcado, se da cuenta –tarde, mal– de que su padre tiene más cosas para decirle que las que es capaz de expresar. Y que él, en todo caso, se deberá replantear esa relación de hijo a partir de su propia condición de padre, cuando Gastón (Eloy Burman, el hijo del director) aparezca en su vida, casi sin que tenga tiempo de tomar conciencia.

El cine de Burman siempre ha tenido la rara virtud de poder tratar temas considerados importantes o graves con un tono de levedad o ligereza, que no debería confundirse con frivolidad. El dúo Burman-Hendler (y en esto parecen cada vez más inseparables) maneja una clase de humor muy particular, hecho de una notable capacidad de observación de los tics de la clase media urbana, de las pequeñas contrariedades de la vida cotidiana, al que le suman una serie de sobreentendidos –o de gags tácitos, podría decirse; los anglosajones lo llaman understatement– donde aquello que no se dice cobra más significación que lo que se enuncia. Y aquí ambos lo perfeccionan como no lo habían hecho antes.

El tema de la identidad judía, que fue muy importante en las películas previas del director, no desaparece del todo, pero pasa ahora a un segundo plano, como si el cine de Burman asumiera ya la ecuménica madurez de su protagonista, cómodamente instalado en lo que el mismo personaje define como “un típico matrimonio judeocristiano argentino”. En este sentido, no faltará quien cuestione a Derecho de familia por su candor, o por su falta de filo crítico: es verdad, se trata de un film en el cual no hay a la vista las tensiones –sociales, económicas, raciales– que se supone son parte consustancial de la realidad argentina. Pero a esa objeción, Burman –un optimista por naturaleza– podría responder, por qué no, con una vieja frase del santo patrono Truffaut: “Nunca pierdo de vista el famoso dicho de Renoir: la realidad siempre es un cuento de hadas”.



8-DERECHO DE FAMILIA
Argentina, 2006.
Dirección y guión: Daniel Burman.
Fotografía: Ramiro Civita.
Música: César Lerner.
Producción: Diego Dubcovsky.
Intérpretes: Daniel Hendler, Julieta Díaz, Arturo Goetz, Adriana Aizenberg, Eloy Burman, Damián Dreizik, Darío Lagos, Luis Albornoz.

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