No existe identidad estática, ni palabras que agoten el sentido de la patria. Eso sí: basta con el olor de un asadito percibido en la vereda de cualquier ciudad lejana para que la mente del viajero se traslade a los paisajes de su infancia. Lo mismo ocurre cuando el oído se topa con un tango en Beijing, un tema de Charly en Nueva York o una melodía de Piazzolla en Frankfurt. Ante la distancia entre esas sensaciones y cosas tan prosaicas como los documentos, se entiende que la compilación arranque con una frase de José Saramago que sintetiza el problema sin reducirlo: “La identidad de una persona no es el nombre que tiene, el lugar donde nació ni la fecha en que vino al mundo. La identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, y el ser no puede ser negado. Presentar un papel que diga cómo nos llamamos y dónde y cuándo nacimos es tanto una obligación legal como una necesidad social. Nadie, verdaderamente, puede decir quién es, pero todos tenemos derecho de poder decir quiénes somos para los otros. Para eso sirven los papeles de identidad. Negarle a alguien el derecho de ser reconocido socialmente es lo mismo que retirarlo de la sociedad humana”.
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