CULTURA › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
El soleado domingo otoñal del Chaco parece oscurecerse, de pronto, cuando en plena mañana recibo la noticia de la muerte de Antonio Tabucchi. Otro grande de la literatura italiana, europea, universal, que se lleva el maldito cáncer, ese pulpo redondo y tenaz que alguien inventó en nuestro tiempo. Y cómo no estar triste si además Tabucchi era amigo de amigos míos, y rendido enamorado, como yo, de Portugal.
No me gusta escribir obituarios, y menos de gente de mi generación, pero cómo hacer silencio esta vez. Si a mí Sostiene Pereira fue una de las pocas obras que, ya siendo adulto, me dio vuelta la cabeza. Y tanto que resuena todavía como un tratado ejemplar de denuncia de la censura y el terror totalitario.
Autoexiliado de Italia por dolor, y residente de la más romántica de las ciudades de Europa por puro amor, Tabucchi fue premiado en Francia y Portugal, y solía ser mencionado como (justísimo) candidato al Nobel de Literatura. Pero, ¿saben qué? Eso para mí no es lo importante.
Lo que a mí me impresiona es que tenía la misma edad que hoy hubiese tenido Osvaldo Soriano. Uno de Pisa, el otro de Cipolletti, Tandil y Mar del Plata, ambos eran del ’43, número cuya suma de dígitos da 7, según evaluaría la Nona del “Santo Oficio de la Memoria”. Lo cual puede no tener nada que ver, pero a mí me dibuja una sonrisa cuando lo pienso, ahora, al redactar este apunte, porque yo, que fui amigo del Gordo y lector devoto de los dos, puedo asegurar que si algo los unió siempre fue la celebración de la literatura, la desesperación ética y la poesía.
“Si todos tuviéramos en nuestras plazas un bello monumento a la vergüenza, sería muy instructivo”, dijo Tabucchi hace poco, un par de años, en una jornada memorable. Cómo no emparentarlo con nuestro Soriano, aquí, con su Max Ferraroti sosteniendo parejas ironías en versión pampeana.
Pensé todo esto hace poco, y justamente en Lisboa, donde estuve leyendo ese texto asombroso que es Los últimos tres días de Fernando Pessoa. Leí también otros cuentos notables de Tabucchi, a quien siempre me gustaba leer en Portugal, ahora me doy cuenta de por qué sentía que él debía andar por ahí cerca, tan pequeño es ese país, tan aldea es Lisboa.
Hace poco le dije a su amigo, el escritor mexicano Antonio Sarabia, también amigo mío, que quería conocer a Tabucchi. Ahí supe que estaba enfermo y que el final estaba anunciado. “La frase siguiente es falsa, la frase anterior es verdadera”, me dije parafraseando uno de sus títulos, como para distender el impacto y bancarme la devastación.
Libertario de alma, poeta de la prosa, Tabucchi hablaba perfectamente el castellano y sé que recitaba con gracia y amor a Federico García Lorca, de igual modo que indagó en la vida y en la obra de Pessoa como pocos contemporáneos lo han hecho. En estos tiempos en que cualquiera se cree poeta y se publica tanta hojarasca, me parece necesario y urgente decir esto, sobre todo ahora que Tabucchi nos deja tan solos como nos dejó el Gordo hace ya una pila de años.
Hay que volver a la gran poesía, muchachos, hay que leer a estos grandes que fueron enormes lectores, y escritores enormes y, quiéranlo o no, nuestros maestros.
Porque sin ellos el mundo se hace más chico y la literatura algo más renga.
No sé Italia hoy, pero a mí se me hace que toda Lisboa ha de estar llorando en este instante su partida. Entonces somos nosotros, sus lectores de aquí, tan lejos, los que deberemos sostenerlo.
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