CULTURA › OPINIóN
› Por Maximiliano Crespi *
En la vida de los pueblos hay temas que, muchas veces durante años, y por diversas razones, son presa de un silencio ominoso. Malvinas fue uno de ellos. En primer lugar, porque comprometía una experiencia colectiva marcada por la frustración, la tragedia y aun la vergüenza de descubrir el modo en que sus propias pasiones habían sido capaces de coincidir con el interés de un poder ilegítimo, que sólo prodigaba devastación y miseria planificada. En segundo lugar, porque no era fácil para el pueblo admitir hasta qué punto había sido manipulado por un acontecimiento construido mediáticamente y blindado por un terror impuesto a base de represión. Que la guerra de Malvinas y el Mundial ’78 eran la contracara del genocidio sistemático llevado a cabo por la dictadura no es nada nuevo. Incluso antes de que León Rozitchner lo pusiera en términos de guerra “sucia” y guerra “limpia”, había sido enunciado por muchas voces. Basta ir al archivo, 1982: Altamirano en Punto de Vista; Gusmán, Jinkis y Alcalde en Sitio. Había voces; lo que no había eran las condiciones mínimas para una escucha efectiva de esos enunciados.
Pero llega el momento en que el silencio se rompe. No por el lado de las voces sino por el de la oreja. Es ahí cuando se someten a examen las interpretaciones previas y naturalizadas, sus limitaciones históricas, sus condicionantes, sus complicidades y sus flaquezas en razón de interpretaciones nuevas, a veces incómodas, pero sin duda necesarias. Este es uno de esos momentos. Y no llega porque sí. Llega ligado a un proceso lento, a una política de Estado que empieza con la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final, y que tiene por objeto limpiar heridas que la propia comunidad ha consentido autoinfligirse y que acaso no lleguen nunca a sanar definitivamente. Los responsables directos de esa devastación que significó la desaparición de una generación entera están siendo juzgados. Pero recién ahora la sociedad toma conciencia de que ese juicio resulta incompleto si no compromete también un balance sobre su propia conducta por acción u omisión. Mal que le pese a Borges, Malvinas no “pasó en un tiempo que no podemos entender”: pasó en un tiempo que empezamos a entender. Que necesitamos entender. Sobre todo porque felizmente, como sociedad, ya empezamos a no conformarnos con teorías de los dos demonios y demás generalizaciones vagas. No se trata de inocentes y culpables; se trata de comprender, de pensar fuera de ese dilema donde nadie asume su lugar y donde lo que se banaliza es tanto la propia responsabilidad como el derecho a atribuirse el lugar de la víctima.
La historia tiene sentido y cuando se dice que no lo tiene, se lo hace ya desde un sentido de la historia: el de la negación. La incorporación de una experiencia retrospectiva genuina de las décadas más oscuras de nuestra historia hace surgir el horizonte posible para un “nosotros”, tan diferente del que la dictadura procuraba producir con triunfalistas semblantes épicos como del que prefiguran la sublimación y el conjuro en el relato borgeano. Alcanzarlo no es simple: la trivialización, la indolencia y el interés acechan siempre la posibilidad de vida de esa comunidad imaginada.
* Escritor, investigador, docente, autor de La conspiración de las formas.
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