PLASTICA › BOLTANSKI EN LA BIENAL VENECIANA
› Por Fabián Lebenglik
Tuve la oportunidad de visitar la última Bienal de Venecia, en la que la obra de Christian Boltanski en el pabellón francés era una de las más visitadas y comentadas por el público y la crítica. Allí la memoria –una memoria histórica y ética– se combinaba con la variable imponderable del azar, generando una reflexión más ambiciosa y una metáfora más abierta a la interpretación del espectador.
La gigantesca instalación se titulaba Chance y explotaba todos los sentidos, literales y metafóricos, del término inglés: azar, posibilidad, suerte, accidente, probabilidad, casualidad; lo impredecible, etc.
Al revés que otros países, que restringían la entrada a unos pocos visitantes por vez y obligaban a hacer largas colas (como el caso de Gran Bretaña o Estados Unidos), el pabellón francés dejaba siempre la puerta abierta y permitía ver el corazón de la propuesta de Boltanski desde afuera, desde lejos. Pero para apreciarla en todas sus dimensiones y sensaciones, la obra debía ser recorrida, tal como sucede ahora, en el Hotel de Inmigrantes. La exposición veneciana se desarrollaba en cuatro salas: un enorme recinto central en el que una gran estructura tubular dominaba todo el espacio. Allí, en el interior de esa estructura compleja, a través de sistemas electromecánicos, corría una gran película (al modo de una sucesión de fotogramas de gran tamaño) con la imagen de un bebé. Entre los tubos se deslizaba en sinfín esa película, como si hubiésemos estado en el interior de un aparato proyector de cine. El ruido era muy fuerte y funcionaba como banda de sonido: machacona, fabril, mecánica y repetitiva. Hasta que en un momento se detenía. Y luego recomenzaba.
Al fondo, otra sala, más pequeña proyectaba a gran velocidad caras facetadas, dividas al modo de un identikit. Caras de bebés se superponían con caras adultas, de vivos y muertos. En la entrada había un botón para que el visitante detuviera la progresión y quedara conformada una cara por la secuencia azarosa de las fotos. En las salas laterales había dos enormes contadores digitales que marcaban –tal vez– el paso demoledor del tiempo (Foto: detalle de la muestra en el Hotel de Inmigrantes).
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