CINE › VíCTOR CRUZ Y MIGUEL COLOMBO PRESENTAN BOXING CLUB Y HUELLAS, QUE SE ESTRENAN “EN CONTINUADO”
Arrancaron juntos en el Festival de Mar del Plata del año pasado, compartieron la muestra de la asociación de documentalistas que ambos integran y ahora estrenan juntos dos documentales que dialogan casi desde sus antípodas.
› Por Ezequiel Boetti
La gacetilla de prensa anuncia el estreno conjunto de Huellas y Boxing Club como “el regreso del cine en continuado”, pero lo cierto es que no es tan así. Es, en todo caso, una nueva variable de aquella modalidad de exhibición hoy extinguida y para muchos añorada, surgida de la confluencia de la férrea decisión de aunar esfuerzos para retroalimentar ambas propuestas y el deseo de levantar el cogote por sobre la maraña de lanzamientos nacionales de las últimas semanas. “Los dos arrancamos el recorrido en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata del año pasado y después coincidimos en varias oportunidades, como el Fidba y la muestra de ADN, la asociación de documentalistas que integramos con Víctor Cruz. Finalmente, nos dieron la misma fecha de estreno, así que en lugar de preocuparnos, pedir cambios o competir, pensamos que era una buena oportunidad para sumar”, afirma Miguel Colombo. De esta forma, urge recomendar a quienes se den una vuelta desde hoy por el Espacio Incaa Km 0 Gaumont (Rivadavia 1635) que lo hagan con el banner del Facebook de ADN (https://www.facebook.com/ADNdoc) impreso, ya que así se podrán ver los dos films, programados uno detrás de otro, abonando sólo un ticket.
La transformación de aquella dificultad inicial en un dato de color invita a la búsqueda de un diálogo entre ambos films. Diálogo hilado menos por lo común que por la complementación, ya que ambos se ubican en las antípodas formales y temáticas, con Huellas partiendo de una búsqueda personal, familiar, emocional y eminentemente subjetiva, y Boxing Club haciéndolo desde la intención de construir un retrato poco intervenido de lo real. Así, la dupla opera como una representación de dos de las tendencias actuales que más –y mejor– trabaja el documental de creación moderno en general, y argentino en particular. “Cuando nos pusimos a discutir desde dónde había abordado cada uno su proyecto, nos dimos cuenta de que estaban en polos opuestos. Eso nos atrajo para mostrar que existen distintas posibilidades de abordar el documental y que el trabajo de descubrimiento siempre se mantiene. Creo que en cierta forma representan los dos extremos de muchísimos abordajes posibles”, razona Cruz.
Miguel Colombo tenía apenas cinco años cuando murió su abuelo. Podía haberlo conocido, compartido picardías, tiempo y anécdotas, pero no. Cuando preguntaba por él, la respuesta era unánime: Ludovico era una figura casi mitológica, un aguerrido partisano italiano que, hastiado de las consecuencias de la posguerra, hizo las valijas para adentrarse en la aventura de vivir en las inhóspitas tierras de Santiago del Estero. Pero a medida que creció se percató de la incomodidad de su madre ante sus requisitorias por saber más. A los 17 descubrió que había mantenido durante años a dos familias en paralelo. Aquel héroe infantil era, en verdad, un ser plagado de recovecos. ¿Qué más había debajo de ese manto de silencio materno? La búsqueda de una respuesta a esa pregunta motorizó este recorrido con forma de documental que es Huellas. “La película surgió como una pulsión natural para cubrir vacíos y llenar huecos de mi propia historia”, recuerda el realizador de Rastrojero, utopías de la Argentina potencia.
–Usted empezó la investigación por una razón personal. ¿En qué momento se dio cuenta de que había una película detrás de su historia familiar?
–Yo empecé a investigar cuando estaba a mitad de camino de Rastrojero. Tenía una lejana idea, pero el proyecto era una especie de excusa con la que me presentaba a la familia nueva a medida que la iba conociendo; era casi un mecanismo defensivo. Yo no terminaba de creer, hasta que un productor español me alentó porque le conté la idea y le pareció buena. Al final no se dio hacerlo con él, pero eso me hizo dar cuenta de que no sólo era una locura mía y que podía interesarle a alguien más.
–¿Era consciente de todas esas zonas oscuras de su familia?
–Tuve una sospecha cuando le conté a mi vieja que estaba investigando al abuelo e iba a contactarme con un archivo italiano para ver qué había hecho durante la guerra, y ella me dijo: “Bueno, mientras no resulte un espía...”. Ahí me empezó a dar un poco de miedo, y cuando llegué a Santiago y me mostraron una medalla nazi se me cayó todo y dejé el proyecto guardado un tiempo. Después, charlando con gente me di cuenta de que más allá de lo que hubiera hecho, yo no era él, y uno no está marcado ni atado a lo que hicieron sus antepasados. Después, llegó un momento que a partir de buscar su historia encontré una mucho más cercana que tiene ver con cosas que no me pudo contar mi mamá.
–¿Ese cambio de eje refleja su situación a medida que iba adentrándose en la historia?
–Sí, totalmente. El montaje de la película fue muy largo porque fui probando diferentes estructuras, hasta que me propuse que el relato fuera un proceso análogo al mío. El orden de cosas responde a mi interés a medida que investigaba, intenta ser un reflejo de un proceso vivencial personal.
A Víctor Cruz siempre le gustó el boxeo. La visión de una pelea por televisión representaba un saludable rito de iniciación familiar, un eslabón más en el camino a la maduración. “Creo que en general la gente tiene una fascinación por la violencia, pero con el boxeo yo sentía una cuestión de respeto. Me interesaba ver cómo se construye un boxeador, cómo alguien pasa a tirar trompadas como forma de ganarse la vida”, explica el director de El perseguidor. Con esa idea estuvo largos meses en Almagro Boxing Club empapándose de la lógica pugilista para luego recalar en el gimnasio ferroviario ubicado justo debajo de la plataforma 14 de Constitución. Ahí sí empezó a darle la forma final a Boxing Club. “Enseguida me di cuenta de que la historia que quería contar era la de los trabajadores del boxeo y no de los campeones, porque ellos construyen héroes, y entonces las personas desaparecen detrás de los héroes. No me interesa tanto Maravilla Martínez como un boxeador del segundo cordón del conurbano que se desloma todos los días y tiene una vida más parecida a la nuestra”, agrega.
–Pero más allá de su interés por las personas, el gimnasio como institución tiene un peso narrativo muy importante.
–Sí, también me interesaban las funciones extrapugilísticas del gimnasio. Si uno ve el trabajo se nota que es un colectivo que debe seguir ciertas reglas, jerarquías y códigos para funcionar y poder codificar la violencia. Por eso los boxeadores son personas muy tranquilas, porque canalizan la violencia en los tres minutos de cada round. Y toda esa codificación es también un rito, con su liturgia, sus actores y sus actos. Eso es lo paradójico de este deporte: el riesgo se paga con el cuerpo propio, pero todo está contenido en un ámbito controlado. Entonces se transforma en un lugar muy seguro, más para los grupos sociales que mayoritariamente practican boxeo.
–¿El que sea en Constitución le da un gramaje social extra al film?
–Me gustaba el peso específico de la estación, pero no hice jugar lo social porque me di cuenta de que con estar dentro del gimnasio me alcanzaba para contar lo que quería. Yo no sigo a los boxeadores fuera del entrenamiento a no ser que vayan a un combate, y hay una mínima presentación de la geografía cuando muestro al entrenador llegando. Me focalicé, casi que me puse obstrucciones en ese aspecto. Mi propuesta era conocer a esas personas a través del entrenamiento y de lo que pasa cuando salen y ganan o pierden; estar en el momento indicado para que las cosas sucedieran y no forzarlas.
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