CULTURA › OPINIóN
› Por Cecilia Rossetto
Conocí a Oscar Balducci de muy jovencita, sin imaginar que nuestras vidas, personal y artísticamente, iban a quedar entrelazadas para siempre. Es difícil intentar pensar qué empezó primero en el inmenso caudal creativo de Balducci, si fue la imagen o la poesía. Acompañé durante años su pasión por el flamenco, esa fiebre que le hacía internarse en la oscuridad de los teatros para seguir con su cámara cada paseo, cada braceo y cada escobilla de tan encumbrados bailaores. Luego, al finalizar las funciones, íbamos a nuestra casa del barrio de Caballito con toda la compañía para amanecernos desentrañando las injusticias del mundo entre vinos y cante.
En las fotos de la muestra se encontrarán las imágenes que iluminan nuestra memoria y nos devuelven la gravedad de sus miradas, la hondura y la austeridad de este “baile del pueblo” pero, por sobre todo, nos reencuentran con el impulso vital de Cristina Hoyos, Manuela Vargas y Antonio Gades... y volvemos a vibrar con ellos. Ese es el luminoso legado de Balducci, y digo luminoso porque Gades creía que “los poetas y los artistas son los primeros en llegar a la luz”. Y allí estarán ellos, en esa luz donde siempre se sintieron libres y adonde se fueron “como han venido, sin hacer ruido”.
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