Mié 13.09.2006
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OPINION

Una crónica que se las trae

› Por Mario Wainfeld

“Una crónica”, subtitula Silvia Sigal a su libro y el texto honra un género que puede ser excelso, si se ejercita bien. Es el caso, aunque la ambición temática de Sigal no es menor: referir la historia de las demostraciones colectivas que se sucedieron en el mayor escenario de la vida pública argentina. Las fuentes elegidas son escritas, en especial la prensa gráfica. La autora se cura en salud, alerta al lector: los medios suelen ser sesgados y capciosos. Pues bien, ella los asumirá como “objeto” y no como “fuente”. Y allí va, desde la misma erección de la Plaza, pasando por sus reformas (que nunca obedecen sólo a asépticos motivos edilicios), a través de dos siglos.

Sigal se enfrasca en comentar quiénes fueron a la Plaza, cómo se definían, cómo los relataban sus adversarios, qué rol jugaron los cuerpos que se apiñaron con tantas razones, en tantos casos. Socióloga, deudora confesa de Tulio Halperin Donghi, la cronista deja pruebas de haberse tuteado largamente con fuentes librescas y objetos mediáticos. Lo hace de un modo inusualmente elegante para el ramo de las ciencias sociales, con un alivio de citas de erudición que el lector registra y, seguramente, agradece. No es exageración decir que el final puede llegar relativamente rápido porque la lectura es llana y grata. Tal vez la aceite la distante ironía, tributaria de la de Halperin Donghi, con que Sigal aborda los sonidos, la sangre y la furia de la historia argentina. La autora arroja acá y allá distraídos dardos a posturas políticas o historiográficas ajenas a su corazoncito, pero no hace de eso un caso. Celosa de su vocabulario, Sigal ajusta cuentas con los que abusan del adjetivo “rabelesiano” o con la ferozmente traducida expresión “perfil bajo”, sin renunciar a valerse de ellas, toda una señal de un estilo.

Las Plazas de los años de la independencia, la Plaza vaciada de contenido y de presencias por Juan Manuel de Rosas, la Plaza en la cual los unitarios “deniegan” arquitectónica y políticamente la mancha de un cuarto de siglo mazorquero. La Plaza en la que los cuerpos, el número, el tiempo indefinido que usan los manifestantes es método para exigir su innegociable reclamo, “queremos a Perón”. La Plaza que alberga la división del peronismo. Las Plazas de la Patria, las peronistas, las de las Madres, propone la autora, por qué no. Todas tienen su tramo, su lectura.

El lector obsesionado con la Plaza de las últimas décadas, colectivo que integra el autor de estas líneas, quizá resienta un poco que el 17 de octubre recién llegue en la página 262 de un libro que supera las 330. Tal vez los últimos años estén más aglomerados, tal vez justifiquen una ampliación posterior. Es, apenas, un reclamo subjetivo. Lo real es que, con acuerdos y disidencias que son inevitables, nadie que haga de acá en más una crónica-objeto (el autor de estas líneas se obstina en esos intentos) sobre la Plaza debería dejar de lado el texto de Sigal.

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