LITERATURA › OPINION
› Por Angel Berlanga
“Lo monstruoso para mí es lo indefinible”, decía casi un año atrás Paola Kaufmann, y esas palabras vienen a ser tristes y angustiosas y aplicables ahora, en estas líneas, mientras se intenta decir que murió el sábado pasado en el Hospital Italiano, mientras se busca la forma menos absurda de anotarlo. ¿Se pone ahora su edad, que tenía, nomás, treinta y siete años? “Nunca la palabra que ponés es la que querés poner, o la forma de expresarte es la misma”, le decía a la periodista Soledad Vallejos en una entrevista. “Eso es un laburo: escribir es jugar y trabajar y lidiar con la imperfección de uno.”
Enérgica, de un humor filoso, perseverante: daba esa impresión. Generosa, jugada, parecía. “Si tu signo es jugar, juégalo todo: tu camisa, tu patio, tu salud”, dice el poeta. No paraba, Kaufmann: doctora en neurociencias, investigadora del Conicet y de la Universidad de Quilmes, estudiosa del material con el que están hechos los sueños, escritora. “Si la literatura no sirve para que uno cuente, diga un poco, rastree en lo profundo de lo que tiene que ver con uno, entonces no tiene sentido”, dijo el año pasado en la entrevista a propósito de El lago, la novela con la que ganó el Planeta y a la que ella llamó, inicialmente, Taxonomía. Antes había publicado El campo de golf del diablo y La hermana, libros que también fueron elegidos como los mejores de concursos organizados por el Fondo Nacional de las Artes en 2000 y Casa de las Américas en 2003, respectivamente. Decía, en esa entrevista, que planeaba un libro de cuentos y que ya estaba trabajando en una nueva novela, un policial que, después, decía, vaya a saber para dónde agarra.
Y es una idiotez seguir. Cáncer, implacable. Léanla, si quieren. Ahí están sus libros, la sombría hermana de Emily Dickinson, la estoica y sufrida buscadora del monstruo del Nahuel Huapi, Ana Mullin, la naturalista de El lago. Ese nombre, grabado en una taza de peltre del 1700 que perteneció a su bisabuelo, fue el seudónimo que usó para presentarla al concurso. “Ahora ya es tarde: la naturaleza está coartada por todo aquello que no puede ser”, escribió allí. Y también: “El acto de clasificar es más que un ejercicio de la petulancia. Debe ser innato, primitivo, tal vez la primera capacidad que ayudó al primate a creer que tenía alguna influencia sobre el mundo, porque podía ordenarlo”.
Y es una idiotez seguir.
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