LITERATURA
¿Había ido Miranda a algún colegio experimental? ¿Tenía su familia antecedentes musicales? ¿Estaba familiarizada con algún instrumento? No, a no ser que tuviese en cuenta al viejo piano de juguete que se había quedado en Santa Cruz. El hombre no podía creerlo. ¡Quién sabe a qué alturas llegaría Miranda si estudiase con un gran profesor! Entre la cena y el café el guitarrista explicó a Miranda los rudimentos de la escala diatónica, y dio nombre a las notas que la niña dominaba sin saber cómo llamarlas: Do, Re, Mi, Fa...
Al otro día Pat armó su bolso, cargó a Miranda y se subió a un tren. No podía darse el lujo de criar a una niña genial. Era imperioso que nadie hablase de ella, y que las noticias de su existencia no trascendiesen los límites de los pueblitos que elegía como morada. Porque si Miranda obtenía algún tipo de notoriedad facilitaría la tarea de su perseguidor y del ejército de informantes con que contaba en cada región, en cada provincia, en cada ciudad; si Miranda brillaba sería descubierta, y entonces el Angel Caído volaría a su encuentro y se la llevaría para siempre. ¿Y qué sería de Pat en esa circunstancia? Ella lo sabía: el Angel Caído la mataría para no dejar cabos sueltos. Pero su propia suerte la tenía sin cuidado. Su única obsesión era Miranda. Si caía en manos del Angel Caído, su destino sería peor que la muerte. Por eso debía protegerla de sí misma, vistiéndola de oveja en pleno rebaño y manteniendo en caja sus prodigios. Pero como se verá, esconder un volcán dentro de una tienda no es tarea fácil.
Fragmento de La batalla del calentamiento (Alfaguara).
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