Los dos hechos relevantes en términos de gestión en el ámbito de lo teatral han sido, por un lado, la aprobación de la Ley de Teatros Independientes por parte de la Legislatura porteña. Y por el otro lado, la debacle del Teatro Nacional Cervantes.

En cuanto al primero, la posibilidad de tener finalmente, después del desastre de Cromañón, una ley que dé cuenta de la realidad de los espacios teatrales porteños, más de 150, y en los que se desarrolla gran parte de la actividad teatral de la ciudad, fue un triunfo de los responsables de salas, que desde hace casi dos años bregaron sin tregua por la obtención de esta ley. Está claro que no fue sin lucha que la ley se obtuvo; hubo que vencer muchas barreras y ahora esperamos con ansiedad que el Poder Ejecutivo de la Ciudad reglamente la ley para que las salas de teatro independiente puedan tener su propia legalidad y por lo tanto cierta tranquilidad.

El desastre de funcionamiento del Teatro Nacional Cervantes es la otra cara de la moneda. Producto de problemas endémicos, de la incapacidad de casi todos los que pasaron por ahí para poder hacer de ese teatro un centro de actividades teatrales acorde con los tiempos que corren, el Cervantes se debate entre la vida y la muerte, sin que aparezcan los médicos que lo puedan salvar. Pareciera que los funcionarios a cargo (Alejandro Samek, director del teatro, y José Nun, secretario de Cultura, su jefe) son impotentes ante semejante crisis y declaran públicamente su imposibilidad para resolver el problema. A diferencia de la movilización de los responsables de sala de los teatros independientes, da la impresión de que la comunidad artística no se ha movilizado suficientemente por la defensa del Cervantes, a pesar de que se han intentado algunas reuniones, algunas movilizaciones. Es de esperar que finalmente se entienda que un teatro público fuerte es importante para toda la comunidad teatral y que la caída del único teatro nacional sólo traerá desgracias y más desgracias.

* Actor y director.