MUSICA › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
El Cosquín Rock 2007 vino a marcar el punto más bajo en la autoconciencia del rock argentino, que durante muchos años supo ser bastante alta. Difícil desprenderse de la sensación de a nadie le importa. Salvo contadas excepciones, desde enero de 2005 los músicos argentinos le esquivan el bulto a Cromañón, y sobre todo a las responsabilidades que le caben a la banda que organizó esa maldita fecha: off the record abundan los músicos, promotores, managers y laburantes del medio en general que, con sobrado conocimiento de causa, reconocen las negligencias de Callejeros en la producción de sus shows y las mentiras lanzadas después de la tragedia. Pero cuando los grabadores se encienden impera la estrategia del avestruz, casi todos se excusan porque “es un tema complejo”, por no pegarle a alguien del rock, por cola de paja, por cuidar la quintita propia. En Córdoba, el cartel del rock argentino volvió a integrar a Callejeros, que tras las bravatas de aquel regreso en el Chateau (“Chúpenla, por caretas”) ahora opta directamente por el silencio. Sobre el escenario ya ni se menciona a Cromañón, todo es “una nueva fiesta”, y aquí no ha pasado nada. ¿Aquí no ha pasado nada?
A fines del año pasado, el anuncio de Callejeros en Cosquín pudo haber abierto una nueva puerta para que el necesario debate se produjera de una vez. Pero ni siquiera la frontal actitud de Catupecu Machu, la única banda que declaró no querer compartir ni un letrero con el grupo, sirvió para que se pusieran las cartas sobre la mesa y se discutieran las cosas que siguen sin discutir. Como señala Roque Casciero en esta página, parece cada vez más amplio el abismo que separa a unos y otros. La actitud celebratoria de las bandas pro Callejeros, el festejo del retorno del grupo en aras de la “libertad de expresión” por encima de las responsabilidades penales, la pose vindicativa de Fontanet demuestran que el debate es una moneda cada vez más rara. Pasó Cosquín y pasó Callejeros, y el cacerolazo de los familiares indignados en el Obelisco queda tapado por el ruido de Córdoba, la teoría de que todo el que no adhiere a la versión callejera de los hechos es un careta.
Resulta triste que el rock argentino, otrora tan vivaz, tan atento a evitar la manipulación barata de su historia, esté hoy ganado por semejante inercia, esta mansa aceptación de la ausencia de análisis y discusión, esta resolución del conflicto por la vía de poner a todos los grupos “amigos” en una fecha aparte y listo, esta vista gorda ante un grupo cuyas negligencias siguen pagando casi todos. Igualmente triste es el saldo artístico: si las canciones que sonaron en San Roque el domingo (el día de mayor convocatoria) representan el futuro del rock argentino, habrá que empezar a acostumbrarse a algo inédito en su riquísimo historial, que la berretada sea la norma. Una pena.
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