Sáb 17.03.2007
espectaculos

OPINION

La música de otro planeta

› Por Fernando D´addario

Hace cinco años, un oportuno pero inesperado relámpago jaqueó las defensas emocionales de 50 mil personas en la cancha de Vélez: Roger Waters y su banda estaban tocando “Shine on you crazy diamond” y la descarga eléctrica fue atribuida, sin discusiones, a un guiño celestial de Syd Barrett (por entonces, todavía vivo, pero en otra galaxia). Es probable que el consumo de ciertas sustancias haya potenciado el componente sobrenatural de la anécdota, pero tras esa presunción irracional se podía entrever una caracterización lógica: el espíritu de Pink Floyd, su aura mística, pertenecían a otro mundo, a una frecuencia distinta de la que ocupábamos nosotros, simples mortales argentinos.

Para la tribu rockera de este país Pink Floyd siempre formó parte de un panteón olímpico inalcanzable. Esa estatura de semidioses reconocía un doble origen: la sensación de viaje espacial que transmitía su música y el complejo tercermundista de estar fatalmente lejos del cielo. Acaso haya sido esa imposibilidad la que fue tejiendo la leyenda floydiana. Los fans fueron (fuimos) aguardando la llegada de Pink Floyd como quien se encomienda a la espera de un mesías. La certeza íntima de la inviabilidad de esa visita reforzó nuestra fe. Fue así cómo, durante años, la versión de que Floyd tocaría en el Valle de la Luna abonó uno de los capítulos más cautivantes de la mitología rockera argentina.

En su lejanía, las canciones de Floyd parecían provocar un doble efecto: según las circunstancias, podían tener propiedades anestésicas o activar repentinos arrebatos de conciencia crítica. Una dualidad derivada del juego de tensiones internas que se planteaba en Pink Floyd. Gilmour, como responsable de la arquitectura musical, propiciaba el “cuelgue” despolitizado; Waters, el motor ideológico de la banda, les agregaba una épica melancólica a sus preocupaciones bien terrenales. El recurso funcionó artísticamente mientras pudieron preservar ese frágil equilibrio de poderes. Pink Floyd terminó estallando en un conflicto de egos: Gilmour (con la marca a cuestas) por un lado; Waters por el otro. Para sobrevivir cada uno por su lado debieron saldar aquella dicotomía, neutralizar sus efectos; la mística de Floyd (interpretada por la banda o por el solista) no podía prescindir de esa ilusoria conjunción de fantasía y realidad.

La primera visita de Waters ratificó que, en efecto, el tipo existe, es de carne y hueso, y hasta puede tocar para nosotros. Los shows de esta noche y de mañana confirmarán la materialidad del mito. Se trata de una verdad a medias, como casi todas: una sensación de extrañamiento invadirá seguramente a los miles que estaremos allí, en River, como si una imagen sobrenatural (la repetición del relámpago sería, apenas, un detalle expresionista) se despegara por un rato de nuestros sueños juveniles.

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