LITERATURA
El Zócalo es el centro del país, su ombligo. Los altos ventanales del Palacio Nacional dan a la plaza más política del mundo porque desde abajo se lanzan consignas, peticiones, denuestos e insultos al presidente. Los muros de tezontle enrojecen a medida que sube el sol y la gente se dirige hacia la gran puerta como a un fogón. A Bárbara se le acelera el pulso al atravesar la plaza: “Estamos pisando a nuestros antepasados. Aquí abajo yacen abuelos y bisabuelos”. Tiene razón. Bajo sus pies laten los vestigios de un mundo extraordinariamente vivo que algún día reclamará sus derechos. Los ojos fijos en el balcón presidencial, Bárbara revive el 15 de septiembre cuando el jefe de la Nación da el grito de independencia: ¡Viva México! También ella hace ondear la bandera así como Hidalgo levantó la imagen de la virgen de Guadalupe para encabezar la batalla. “¡Mexicanos, llegó nuestra hora! ¡Viva México, viva! ¡Vivaaaaa!”
Después de subir por las amplias escaleras del Palacio Nacional, cincuenta delegados de toda la República atravesaron destanteados varios salones imponentes por su altura. “¿Estos techos tan altos serán para que crezcan las ideas?”, intentó bromear Trinidad. Hombres de traje y corbata gris, traje y corbata caqui, traje y corbata café permanecían de pie, las manos cruzadas frente a su vientre y fingían no verlos pero en realidad los observaban desconfiados. Al igual que el traje traían el alma uniformada, por eso eran ujieres y construían la única decoración de estos salones solemnemente huecos. Enfundados en overoles de mezclilla, muchos delegados no sabían qué hacer con sus manos y le daban vuelta a sus paliacates o a sus gorras ferrocarrileras. Nunca habían soñado con pisar Palacio Nacional, mucho menos con ver al presidente y se sentían fuera de lugar, dispuestos a la humillación.
* Fragmento de El tren pasa primero (Alfaguara).
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