MUSICA › OPINION
› Por Victor Heredia
Hace algunos pocos años (cuarenta y tres), cuando Jorge Cafrune desgranaba en Cosquín las “Coplas del payador perseguido” y despertaba algún comentario irónico en su autor, el enorme don Atahualpa Yupanqui, sobre el barbado y exitoso cantor popular, yo era apenas un adolescente que miraba embelesado esa y otras muchas presentaciones de los verdaderos ídolos de la canción popular argentina desde afuera del perímetro alambrado, pues no poseía dinero para entrar al mítico festival. Recibía entonces la belleza estética de aquellas canciones entrañables, pero también el compromiso de la cultura emergente de nuestros sueños de entonces. Sueños que intentamos sostener durante todos estos años a pesar del miserable intento de la dictadura por destruirlos, de la infatigable tarea de la globalización y hasta del desdén con que algunos medios masivos de difusión trataron esas expresiones a poco de instalarse la democracia, por el solo hecho de ser “folklóricas” y porque insistían en el docente y lúcido llamado a cuidar los logros alcanzados, tanto en lo cultural como en lo ideológico. –¿Ya estaría, no? –comentaban, acusándonos de “reiterativos y de psicobolches” los mensajeros de algunas radios pretendidamente juveniles, una y otra vez hasta generar un evidente e injusto rechazo en las nuevas generaciones, haciéndolas ignorantes respecto de la lucha de aquellos compañeros prohibidos y perseguidos ideológicos.
Hoy la grilla de aquellos festivales sigue intacta y en aumento, aunque notoriamente ignorada por la pantalla de la TV, a pesar de la enorme convocatoria que tienen festivales como el de Jesús María, Cosquín, Villa María y otros como el de La Vendimia y el resto de las demás provincias de nuestro país. Quizás el paraíso económico que viven el campo y sus productores sea en alguna medida la razón de ese crecimiento actual, o esta efervescencia que va de la mano de los cambios políticos en favor de la memoria, los derechos y la justicia. Pero habría que pensar también en la inevitable necesidad de expresión que todo pueblo tiene a través de sus artistas, la esperanza de ver reflejadas sus aspiraciones en las voces de los que suben a mostrar sus creaciones ante quienes, cada vez que pueden, generan con su masiva presencia esos extraordinarios espacios, esos escenarios populares. Lo remarcable de ese suceso es justamente el apoyo que reciben los festivales de estos próximos y fidedignos mecenas: la gente del pueblo. Sin ellos ningún arte sería posible, sin esa predisposición a escuchar, a ver lo que sus hijos pródigos (los artistas) les devuelven en canciones, en poemas, en danzas, nada tendría sentido.
Cuando con mis músicos tocamos en pueblos que tienen una población de tres mil personas y ese día hay diez mil en el predio, decimos que el milagro de la música nos excede, pero también agradecemos a la sabiduría popular cuando refrenda aquello que defiende cotidianamente en su vocación democrática.
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