OPINION
› Por Juan Sasturain
No descubro la pólvora si digo que el Olmedo que más me gusta y no podré olvidar jamás –y en esto coincidimos muchos– es el del sketch con el gordo Portales, el de Borges y Alvarez, en el sillón de la sala de espera, charlando hasta que aparecía la Salomón a avisarles que podían pasar a “presentar nuevos proyectos” o algo así. Y el apriete a Silvia Pérez y la gastada a Miseria Espantosa y el otro flaco canoso y serio que –como extras que figuraban– no podían hablar...
Me gusta el repertorio completo: cruce aparatoso de gambas, los ataques/arrebatos y manoseo bruscos al Gordo solemne, las cargadas con juegos de palabras a su gordura, las alusiones por cualquier camino a la homosexualidad, los alevosos chivos, las morisquetas a cámara, el reiterado cuento melodramático del corazón de la madre que al rodar de la mano de su hijo, que la ha asesinado, le dice “Hijo, ¿te has hecho daño?”..., el final congelado en el momento de parar la represalia de Alvarez. Y la música final con ese “¡qué qué qué!” y los títulos que aparecían sobreimpresos. Me gusta todo.
Y es probable que me acuerde mal, que confunda la memoria con la imaginación, como decía Bogart en una mala película de cuyo nombre (tampoco) puedo acordarme. Pero eso no importa. También me gustaban Piluso, el Yéneral González y el mago ucraniano con el dragón Abelarda y Rucucu y el invento derivado de “no toca botón”. Maestro, Olmedo. En la tele, claro. Porque lo del cine es –por lo que sé y recuerdo, que no es demasiado– simplemente para tirar: las películas con el Gordo Porcel son deplorables. Con anteojos y/o peluca caoba –como el penoso Sandrini de los últimos veinte años–, haciendo de marido tramposo o falso enfermero pajero, estereotipos de cuarta con guión ídem. Atado ahí, un desperdicio. Por eso me quedo con su Borges. No es casual –tal vez– que ese papel lo hiciera sin gato, peluca o maquillaje alguno. A cara limpia. Era él. Era lo más cerca de él mismo, supongo yo o me hago a la idea. Tal vez por eso imaginamos que con Portales improvisaban más ahí, que era el sketch final (o lo estoy inventando) como si fuera el cierre, ya cambiados, antes de irse... Ese Olmedo es inmortal, la forma y expresión pura de un tipo de comicidad que no me animo a explicar ni describir, pero que no se puede calificar de otra manera que de humor atorrante. Porque Olmedo tenía cara, ojitos, sonrisa y maravillosa mirada de atorrante.
Y eso lo inventó él. Gracias.
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