LITERATURA › OPINIóN
› Por Rodrigo Fresán
Thomas Kennerly Wolfe Jr. (Richmond, Virginia, 1931) es el hombre del traje blanco. El insider profesional. El tipo que está donde hay que estar en el momento correcto. Así fue como Wolfe, a principios de los ’60, apuntaló lo que enseguida fue conocido como new jornalism: el equivalente al cine-de-autor en lo que hace al periodismo. El cronista era, de pronto, la estrella. Y Wolfe –junto a Truman Capote y Hunter S. Thompson y Joan Didion y Terry Southern y John Gregory Dunne y Norman Mailer y etc.; leer sobre esto y sobre todos estos en el excelente ensayo The Gang That Wouldn’t Write Straight (2005) de Marc Weingarten– revolucionó el contenido de las revistas y reformuló las leyes de cómo contar la realidad. De paso –y por el mismo precio– anunció la muerte de la novela. De este modo, Wolfe se lanzó a la novelización de los territorios de la realidad, ya fuera el apocalipsis de los beatniks y el génesis ácido-lisérgico de los hippies (en Gaseosa de ácido eléctrico, 1968) o las intimidades cósmicas de los astronautas y sus esposas (en su mejor libro, Lo que hay que tener, ganador del American Book Award). Wolfe también se ocupó de las carreras de coches preparados (su primer hit, en la revista Esquire: una transcripción de sonidos y jerga ante la imposibilidad, con el cierre encima, de ordenar con coherencia el material en su libreta de notas), de la izquierda exquisita y sus flirteos snob con los Black Panthers, del arte y la arquitectura moderna, de bautizar a los ’70 como “The Me Decade” y de convertirse –lo mejor de ambos mundos– en el paradigma indiscutible del dandy neoyorquino importado del aristocrático Sur.
En algún momento, Wolfe resolvió que era hora de resucitar la novela no con modales posmo sino todo lo contrario: devolviéndola a la gloria decimonónica que Balzac, Dickens, Hugo, Eliot y Zola supieron conseguirle y así nació, primero como folletín en las páginas de Rolling Stone –y más tarde en formato libro, uno de los megahits literarios de los ‘80: La hoguera de las vanidades–. Un novelón que masticaba crudo y tragaba con ganas el ambiente de los yuppies y la Era de Reagan con un tal Sherman McCoy como protagonista, un “amo del universo” que caía desde las alturas. El esquema se repitió –once años, cinco bypass, siete millones y medio de dólares de anticipo más tarde– con Todo un hombre, donde Wolfe se paseaba por los criaderos de caballos de los megamagnates corruptos de Atlanta muy à la Enron. Los personajes, ahora, aparecían mejor delineados; pero eso no impidió que a Norman Mailer y a John Updike y a John Irving no les gustara y lo dijeran por escrito y en voz alta. Lo que llevó a Wolfe a publicar una furiosa y virulenta diatriba contra el trío con el título de “Los tres chiflados”, recuperada junto a otros ensayos, y una nouvelle de ambiente militar, “Emboscada en Fort Bragg” en Hooking Up: El periodismo canalla (2001). Allí los definía como los torpes Curly, Larry y Moe de las letras: escritores a los que ya no les salía nada bien y cuyas obras aparecían separadas de la realidad, incapaces de tomarle el pulso al auge decadente del Gran Imperio Americano. Soy Charlotte Simmons, su último título hasta la fecha es, hay que decirlo, una muy mala novela porque comete el peor de los pecados wolfeanos: no ser verosímil a la hora de diseccionar, esta vez, la atmósfera de los campus de universidades para jóvenes acomodados y cómodos. Así, todo se lee como una estudiantina con pretensiones de Jane Austen pero que acaba recordando más a Porky’s.
Su próxima e inminente novela –ya se ha anunciado la publicación de Back to Blood para el 2009– tendrá que ver con el convulso ecosistema de una Miami multiétnica. Otra vez, la necesidad de hacer suyo un presente cuando –si me lo preguntan– yo creo que ahora Wolfe debería dedicarse a la gran novela de su pasado. Tal vez haya llegado el momento en que Tom Wolfe debería reconocer que ya no está para contarnos el aquí y el ahora sino, por lo contrario, para hacer sabia memoria y recordarnos ese ayer que sí contribuyó a inventar desde la realidad de sus desaforados días y noches y deadlines de sus años mozos. Sí, tal vez haya llegado el momento de colgar el traje blanco y los zapatos de charol, ponerse la bata y las pantuflas y –ahí estaremos todos, pagando lo que sea– sentarse a planear el Middlemarch en la Manhattan de los ‘60 y ‘70 que él y sólo él puede escribir. Y ponerle su firma.
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