MUSICA › OPINIóN
› Por Marcelo Delgado *
Hace unos años, el filósofo francés Marc Augé acuñó la expresión no lugar para designar aquellos espacios que se caracterizan por su anonimato, y porque las personas que lo habitan circunstancialmente también lo son. Al decir de Augé: “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico definirá un no lugar”.
La actual situación del Centro Experimental del Teatro Colón parece encaminada a convertirlo en uno de esos espacios especificados por el filósofo. Desde su creación, en 1990, las distintas direcciones que tuvieron a su cargo la programación han venido fomentando un bullicio creativo que dio pie a infinidad de producciones; el CETC fue una plataforma inmejorable para el despegue de talentos que, de no ser por su existencia, habrían visto demorados sus proyectos y su consecuente crecimiento artístico. Somos muchos quienes, proviniendo de distintas áreas de la creación artística, hemos tenido cabida para nuestros proyectos. Me acabo de enterar, por una nota aparecida en un importante diario de nuestra ciudad, de la última tropelía pergeñada por las autoridades superiores de la actual gestión: más de la mitad de la superficie de la sala (los espacios que circundan la parte central de la misma, que fueron un estímulo notable para la experimentación del espacio) ha sido destinada a muestras permanentes, que se inauguran con una dedicada a un libretista de ópera del siglo XIX. Así, de ser un lugar de búsquedas nuevas y creativas, el CETC pasa a ser un museo del pasado.
El CETC ha tenido que luchar, a lo largo de su existencia, con diversos grados de ceguera (sordera, debiera decir) estética de los funcionarios a cargo de la dirección artística del Teatro Colón, teniendo períodos de bonanza y otros de permanente conflicto. En todos esos años, además, tuvo que lidiar contra todas las trabas burocráticas concebibles, la sempiterna falta de presupuesto, la carencia de equipamiento técnico y, lo más triste de todo, con el desdén interno del teatro –que lo ideó y lo alberga–, que lo mira con una mezcla de lástima y rechazo. Sin embargo, todas las gestiones anteriores permitieron, a su manera, que se mantuviera un espacio propio, estimulante para todos los que hemos tenido la suerte de trabajar allí, y que se concretaran producciones de real interés artístico. La actual dirección del teatro parece no valorar tal situación y, con una medida sin precedentes, cercena un espacio vital, apenas pocos meses después de que se invirtiera (en la gestión anterior a la suya) una suma considerable de dinero para la remodelación y equipamiento técnico de la sala, que ahora queda reducida a una mínima expresión.
El CETC molesta. Sobre todo, molesta a aquellos que pretenden tener la casa ordenada, sin conflictos de ningún tipo, así sean éstos de un orden tan inofensivo –o tan lateral a otros– como el estético. Si un lugar se define por sus usos, y esos usos han tenido hasta ahora nombres concretos, que designan voluntades creadoras, el presente del CETC parece declinar hacia el no lugar de los que pretenden vaciarlo de su alma: la presencia bulliciosa de los creadores. ¿Deberemos acostumbrarnos a pensarlo como una nostalgia?
* Compositor.
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