MICHAEL FARADAY Y LA ELECTRICIDAD
De todos los grandes científicos del siglo XIX, Faraday es probablemente el más curioso y el más presente en la vida cotidiana, ya que está en el origen, en el punto de partida mismo de la electricidad. Nacido en la pobreza, elevado a golpes de genio en la escala social, autor de las famosos conferencias de difusión de las ciencias a las que acudían obreros y artesanos, y en las que explicaba el mundo a partir del humo de una vela, Faraday fue un decidido empirista que tuvo aciertos teóricos e intuiciones (como el concepto de campo) que serían cruciales cien años más tarde. Cuando le preguntaban para qué sirve la ciencia, preguntaba a su vez: ¿y para qué sirve un bebé? Le debemos a él tanto el alumbrado como la silla eléctrica, las computadoras, las comunicaciones y la picana. Pero eso es lo que suele suceder con los bebés cuando crecen y reciben toda clase de influencias.
› Por Pablo Capanna
El humo de una vela que se apaga, o el de un cigarrillo que descansa en el cenicero, tienen un comportamiento que es tan intrigante para los físicos como inocente podría parecerle a cualquier otro. Lo mismo ocurre con una canilla que gotea, pero ésa es otra historia.
Si no hay corrientes de aire, el humo asciende durante unos cuantos centímetros formando una columna casi rectilínea, pero en un momento se forman complejos torbellinos y todo se dispersa en una impredecible turbulencia que parecería volverse aleatoria.
Estudiar fenómenos como éstos no es una cuestión ociosa; cualquiera se da cuenta de su importancia en temas tan prácticos como la hidráulica o la aerodinámica. Pero tratar de entender y determinar los procesos que implican es algo que les ha dado trabajo a grandes físicos y matemáticos, desde Lev Landau hasta la más reciente física de la complejidad.
Se diría que Michael Faraday (1791-1867), un gran científico que no tenía empacho en considerarse “iletrado” en matemáticas, de algún modo lo había intuido hace un siglo y medio. Faraday era divulgador por vocación, y fue uno de los primeros en acercar la ciencia al gran público. La Historia Química de una Vela, una de las charlas que dedicó a los niños, pasó a ser un clásico. Allí sostenía Faraday que en una vela que arde “no deja de estar comprometida ninguna de las leyes que gobiernan el universo. El fenómeno físico de una vela que arde es la puerta abierta que nos permite acceder al estudio de la filosofía natural”.
Los físicos (y hasta algún electricista) conocen el faradio, la constante de Faraday, el efecto Faraday y la Jaula de Faraday. Los filatelistas, y aquellos que alguna vez tuvieron en sus manos un viejo billete de veinte libras, habrán visto su imagen.
Pero todos tendrán en su casa varios motores eléctricos o viajarán en autos provistos de dínamos y baterías, que hasta hace poco solían estar llenos de piezas cromadas. Estas son apenas algunas de las cosas que le debemos a Faraday, uno de los más grandes científicos experimentales de la historia, uno de los últimos empíricos y uno de los patriarcas de la electricidad.
No todo lo que hizo Faraday es tecnología. Si bien permitió que Edison pusiera en marcha sus fábricas de patentes, la obra experimental de Faraday le sirvió a Maxwell para desarrollar trabajos teóricos fundamentales que llegaron a poner en jaque al paradigma newtoniano. Su concepción de las “líneas de fuerza”, resistida por los físicos de su tiempo, fue la base sobre la cual William Thomson (Lord Kelvin) desarrolló la teoría del campo electromagnético, que puso en marcha toda una revolución científica.
A mediados del siglo XIX Faraday propuso audazmente relacionar la gravedad y el electromagnetismo. Si bien entonces nadie lo acompañó, setenta años más tarde Einstein iba a darle la razón. Faraday fue posiblemente el último empírico de la ciencia moderna, un hombre que carecía de toda educación formal y confesaba su ignorancia en matemáticas, al punto de admitir que “no había entendido nada” en las obras de Ampère.
Era hijo de un herrero, y desde muy temprano había tenido que salir a ganarse la vida. Aprendió a leer y escribir en la escuela dominical de losSandemanianos, una austera secta fundamentalista a la cual siguió perteneciendo durante toda su vida. Allí conoció a su mujer, formó su familia y fue aclamado como predicador. La congregación no tenía clero y todos los adultos tenían que predicar.
La única vez que faltó a una celebración del culto sandemaniano fue para ir a tomar el té con la reina Victoria al Palacio de Buckingham, en una época en que ya era famoso. Sus disculpas no le sirvieron de nada y tuvo que hacer grandes méritos para que la comunidad le levantara la suspensión que le había impuesto.
A los trece comenzó a trabajar como mandadero y aprendiz de encuadernador en el taller de un bibliotecario. Se pasó siete años leyendo los libros que le daban para encuadernar, atraído especialmente por los que trataban de electricidad. Como era un hábil dibujante, copiaba las ilustraciones y luego intentaba realizar las experiencias con instrumentos caseros.
Un día de 1813 un cliente agradecido le regaló unas entradas de favor que le permitieron ir a escuchar las últimas cuatro conferencias de un ciclo que estaba dictando Humphrey Davy, el químico que tenía en su haber el descubrimiento de nada menos que doce elementos de la tabla. En las sabrosas acotaciones que muchos años más tarde le dedicó al arte de la conferencia, Faraday distinguía entre el público educado (que “desea entretenerse”) y el “vulgar”, que se toma el trabajo de pensar. El joven Michael, que no era nada vulgar y pensaba todo el tiempo, tomó gran cantidad de notas e hizo todas las preguntas que cabían. Harto de trabajar en la librería, se atrevió a presentarse ante Davy para pedirle empleo como ayudante de laboratorio. El químico, que al principio quiso desalentarlo diciendo que para quien no contara con recursos económicos la ciencia era “una amante cruel”, terminó por aceptarlo.
Un tiempo más tarde se lo llevó consigo en un viaje que emprendió por toda Europa, y aunque la esposa del químico se empeñó en tratarlo todo el tiempo como si fuese su mucamo, pudo visitar Francia, Italia, Suiza y Bélgica, y tratar con los mayores científicos vivientes. En Francia conoció a Ampère. También fue allí donde ayudó a Davy a licuar el cloro por primera vez e inventar la lámpara de seguridad que les salvaría la vida a muchos mineros. Ese viaje fue para Faraday el equivalente de la universidad que no había tenido.
En los años que dedicó a la química, Faraday fue el primero en aislar el benceno y desarrolló la técnica de la electrólisis, para la cual no dejó de enunciar dos leyes. Luego se internó en el campo de la electricidad, y allí fue como descubrió la inducción electromagnética. Si Oersted y Ampère habían obtenido magnetismo de la electricidad, ¿por qué no obtener electricidad del magnetismo? Su investigación lo llevó a inventar el motor eléctrico (1821) y la dínamo (1831), cuyas aplicaciones prácticas se descubrió muchos años después.
Cuando fue elegido miembro de la Royal Society, Davy (que entonces la presidía) votó en contra de Faraday, porque no se resignaba a verlo como otra cosa que su ayudante. Un malentendido contribuyó a distanciarlos, en el momento en que alguien lo acusó de robarle ideas a su maestro.
Abandonó la investigación en 1855, pero siguió dictando sus tradicionales conferencias de los viernes en la Royal Institution (una costumbre que aún sigue) y sus charlas de Navidad para los niños, hasta que la mala salud y la senilidad se lo impidieron.
En 1864 la reina le ofreció la presidencia de la Royal Institution (el cargo que había tenido Newton) y un título de nobleza. Rechazó ambos honores diciendo que si aceptaba no estaba en condiciones de responder por su integridad intelectual por menos de un año: prefería seguir siendo plebeyo. Lo único que aceptó fue una pequeña pensión y la casa de Hampton Court donde pasaría sus últimos años.
Murió cuando dormía, como Pasteur.
Faraday era un trabajador obsesivo. Su biógrafo, el físico John Tyndall, no supo hacer nada mejor que recurrir a la metáfora química cuando escribió que el fuego que lo animaba era como el de un combustible sólido, que se quema lentamente, y no como el de un gas, que se agota en un efímero fogonazo.
Había comenzado fabricando sus propios instrumentos, y recién dispuso de adecuados laboratorios cuando se incorporó a la Royal Institution. Era sumamente metódico, y sus cuatro volúmenes de investigaciones muestran el rigor con el que trabajaba: uno de ellos consta de 16.041 párrafos numerados y vinculados entre sí; casi lo que hoy llamaríamos un hipertexto.
En su tiempo aún no existían los epistemólogos; de hecho, su amigo William Whewell recién acababa de inventar el término “científico” para designar a aquellos que todavía eran llamados “filósofos naturales”. Sin embargo, Faraday tenía su propia epistemología. Alguna vez dijo que si la ciencia quería avanzar tenía que ser republicana (esto es, democrática), y admitió que aunque él no era republicano en política, cuando hacía ciencia estaba obligado a serlo.
A su discípulo, el físico William Crookes, le dio como regla “Trabaja. Corrige. Publica”, que es todo un programa. En cuanto a la metodología, reconocía que de todas las expectativas, deseos y conclusiones apresuradas que el científico baraja, sólo la décima parte logra rescatarse en el producto final. “El mundo ignora –escribió– cuántas ideas y teorías tiene que sacrificar en silencio un investigador, sometiendo a la crítica su propia obra y examinando los hechos.” Si le hubieran hecho caso, el mundo se hubiera salvado de muchos papers irrelevantes, con el consiguiente ahorro de papel y energía.
Vivió en un mundo en el cual la ciencia ya comenzaba a tener reconocimiento social y político, desde que Napoleón había condecorado a Volta e impulsado la Escuela Politécnica. Sus trabajos atrajeron la atención de los poderosos, desde la reina Victoria hasta el canciller Gladstone y el primer ministro Peel.
Cuando Peel le preguntó, con urgencia pragmática, para qué (diablos) servía la inducción electromagnética, Faraday replicó con aquello de “¿Para qué sirve un niño recién nacido?” Pero cuando Gladstone le hizo la misma pregunta fue más irónico. Le contestó que todavía no estaba seguro, pero casi con seguridad pronto tendría que gravarla con algún impuesto. Lo primero hoy se enseña en la primaria, y lo segundo se comprueba con sólo mirar las facturas.
Faraday nunca sintió el menor conflicto entre sus creencias religiosas y su práctica científica, entre la exégesis de la Biblia y el desciframiento del libro de la naturaleza. Tyndall, que era agnóstico, no dejaba de observar que Faraday parecía recuperar energías cada vez que volvía del culto dominical.
Es que el físico experimental era la misma persona que asistía a los enfermos y a los pobres de su comunidad, y predicaba regularmente en el culto. Sus Exhortaciones, que más tarde fueron publicadas, le hicieron decir a Gladstone que “si el mundo había perdido a un sabio, el cielo había ganado un santo”.
Para quien se lo esté imaginando como una suerte de testigo de Jehová, dogmático y proselitista, Tyndall atestiguaba que en quince años de amistad Faraday jamás le había hablado de religión, que era sumamente respetuoso de las creencias ajenas y que no buscaba la confrontación. En estos tiempos en que el fascismo se ha trivializado y abunda la violencia verbal, uno no deja de extrañar aquella tolerancia victoriana.
Pero Faraday tampoco era un ingenuo. En 1854, cuando estaba en pleno auge el espiritismo, a cuya fascinación sucumbía gente como Russell Wallace y Crookes, Faraday dio una conferencia para refutar las pretensiones ydenunciar los fraudes de los medium, y logró convencer al propio príncipe Alberto.
Si bien no era tan optimista como los victorianos en cuanto al triunfo de la ciencia (sus creencias hacían que reservara la verdad última para Dios), creía firmemente en la unidad de las fuerzas que iba descubriendo, tanto en su trabajo experimental como en el teórico. Como buen físico clásico, decía que “la belleza de la electricidad no está en que tenga un carácter misterioso, sino en el hecho de que está sujeta a leyes”.
Su personalidad no ofrecía rasgos de disociación: podía ser tanto un predicador de la física, que diseñaba minuciosamente cada una de las experiencias con que iba a ilustrar sus charlas, como un conferencista bíblico, que era capaz de buscar una cita durante horas.
Fue uno de los primeros (si no el primero) de los científicos modernos que se sintió obligado a poner sus descubrimientos al alcance de un amplio público, lo cual lo convierte de algún modo en el patriarca de los divulgadores.
Las notas en las cuales recogió su experiencia como conferencista son tan minuciosas como lo era su metodología de laboratorio. Faraday no dejaba detalle sin planificar, desde la postura física del disertante hasta la cuidadosa preparación de los aparatos que iba a usar; hasta llegaba a sugerir qué hacer cuando las experiencias fallan, o en qué momento meter un chiste.
Uno de aquellos consejos merecería ser seguido por muchos profesores, disertantes, panelistas y hasta opinadores mediáticos, en el supuesto de que estos últimos tuvieran tiempo y ganas de pensar. Faraday recomendaba “no amontonar razones y argumentos como si fueran ladrillos, sino desplegarlos como si fueran las ramas de un árbol”.
Nunca lucró con las aplicaciones de sus descubrimientos, aunque no dejó de soñar con barcos y trenes eléctricos. Tan romántico como Pasteur, más que creer en la “ciencia aplicada” creía en las aplicaciones de la ciencia. Otros fueron los que las encontraron.
En su biografía, Tyndall rescató otra metáfora química que era muy grata a Faraday. El físico acostumbraba a llamar la atención sobre el hecho de que cuando el agua cristaliza excluye de sí todas las impurezas, como ácidos, álcalis o sales. Faraday aspiraba a que sus descubrimientos decantaran en ciencia pura, más allá de las exitosas aplicaciones.
La electricidad que él nos enseñó a domar era tan ambigua como todas las fuerzas conocidas, incluido el poder: nos iba a dar tanto el alumbrado como la silla eléctrica, las computadoras y las alambradas electrificadas, las comunicaciones y la picana. Pero eso es lo que suele suceder con los niños recién nacidos, cuando crecen y reciben toda clase de influencias.
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