UNA DISCUSIóN DE LA EDAD MEDIA
› Por Esteban Magnani
La Edad Media fue una época de discusiones que mayoritariamente hoy calificaríamos como bizarras, pero que en realidad no lo son tanto. Uno de los debates que hoy puede parecer un poco baladí fue la famosa “querella de los universales”, que sostuvieron a lo largo del siglo XI diversos religiosos-intelectuales que discutían acerca de la idea eminentemente platónica de la existencia concreta de los ideales o de lo que hoy se denominaría “conceptos”. ¿Existe EL caballo, el concepto “caballo” del que se derivan, por así decirlo, Rocinante, Pamperito y Mr. Ed? ¿O es que extrayendo de los muchos caballos una supuesta esencia se obtiene el concepto de “caballo”? Y si fuera este último el caso, ¿cómo se sabe si uno está frente a un caballo o no? ¿Porque tiene cuatro patas? ¿Y si le falta una? ¿Y si es un perro? ¿Está en su código genético? Preguntas que sufrieron flujos y reflujos a lo largo de los siglos.
La caballidad
Una semilla
de la discusión que vendría luego fue, seguramente, la que plantó
Platón (428 a.C.-347 a.C.). Según él las ideas tienen una
existencia real. Es más, el ser humano antes de nacer habría tenido
acceso a las ideas absolutas, las esencias: LA montaña, EL caballo, etc..
Una vez en la vida material los hombres olvidaban eso y sólo podían
ver las “sombras” de esa realidad superior (como bien explica el mito
de la caverna) y sólo la razón es la que puede llevar al hombre
a recuperar esas ideas que subyacen a los engaños de los sentidos. La
teoría, que navegaría los siglos (incluso hasta hoy, por qué
negarlo), produjo, como era de esperar, algunas críticas. Irónico,
otro alumno de Sócrates llamado Antístenes, preguntaba a su maestro:
“¡Oh Platón, el caballo lo veo; pero no veo la caballidad!”.
El dilema apareció claramente planteado unos siglos después en
Isagoge, un libro de Porfirio, filósofo del siglo II, donde el autor
se pregunta si existen o no los universales (“animal”, “hombre”,
etc.), si son corpóreos o no y, si son incorpóreos, cuál
es su relación con las cosas sensibles. La respuesta que se elija dar
tendrá un sinnúmero de consecuencias: si se acepta que la verdadera
realidad la dan los universales se cae en una suerte de espiritismo pero al
mismo tiempo se salva a la razón como fuente de saber; si en cambio se
elige a las cosas sensibles como elemento del que se extraen los conceptos se
les da primacía a las engañosas sensaciones.
Ya en el siglo XI, cuando las discusiones en general se mantenían en
el plano teológico y se resolvían leyendo las sagradas escrituras
mucho más que observando al mundo, se reavivó la polémica
sobre las ideas. Los llamados nominalistas, como el monje Roscelino de Campiègne
(c. 1150-c. 1120) atacaron la realidad de las ideas. Según ellos los
universales son sentencias vacuas, meras palabras (flatus vocis) construidos
por el hombre; en resumen el universal sólo existe en la palabra y lo
único real son los ejemplos individuales que las inspiran. Desde la muralla
de enfrente Guillermo de Champeaux (1070-1121) y san Anselmo (1033-1109) pregonaban
la realidad concreta de los universales que permitían a la razón
establecer la identidad entre cosas totalmente disímiles: el universal
“hombre” era lo que permitía a los simples mortales encontrar
una identidad común entre dos personas tan distintas como Sócrates
y Platón. Roscelino fue acusado de tritreísmo por considerar que
si Dios existe a través del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
son éstos los que realmente existen y no el concepto de Dios. De más
está decir que tuvo que negar todo y abandonar, al menos por un tiempo,
la peligrosa costumbre de ventilar sus ideas.
En medio quedó el “realismo moderado” o “conceptualismo”
de otro religioso, Pedro Abelardo (1079-1142), el famoso amante de Eloísa,
quien sostenía que todo es individual, pero que los universales existen
realmente como conceptos que quedan aún después de que se desvanecen
las palabras, y esos conceptos viven de alguna manera en la razón y nos
permiten ordenar el mundo, conocerlo.
¿El
fin de la historia?
La batalla parece, al menos hasta ahora, inclinarse del lado de
los nominalistas moderados que le dan entidad aunque sea abstracta a los universales
que produce la mente humana, y que los nombres que se da a las cosas son recortes
posteriores a su existencia y que cada uno de ellos responde a una necesidad
taxonómica: se puede identificar a un sujeto con los conceptos “caballo”,
“cuadrúpedo”, “vertebrado”, etc. al mismo tiempo
sin que nada en la cosa fuerce a elegir una u otra categoría inmanente
a él.
De cualquier manera, como toda batalla, la victoria nominalista tiene su costo.
Por empezar condena prácticamente a toda la ciencia al inductivismo.
La matemática, ese campo firme y a la vez pantanoso de la ciencia, es
la excepción ya que la razón parece ser la única guía
que conduzca por su selva y las herramientas que usa (como el triángulo)
tienen una entidad propia tan fuerte, asimilada a reglas y comportamientos que
es más difícil negarles su condición de ideal en el sentido
platónico.
El problema de los universales tal vez sea una discusión exclusivamente
a nivel de las palabras y sus definiciones, una limitación ontológica
que impide seguir camino hacia una verdad absoluta. Antonio Machado en su inmejorable
Juan de Mairena, recomendaba “No os empeñéis en corregirlo
todo [...] Porque hay defectos que son olvidos, negligencias, pequeños
errores fáciles de enmendar, y deben enmendarse; otros son limitaciones,
imposibilidades de ir más allá, y la vanidad os llevará
a ocultarlos. Y eso es peor que jactarse de ellos”.
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