Religiones, sectas, cultos, movimientos mesiánicos que adoran, ya al rey de Inglaterra, ya lo desconocido como latas, radios y aviones que arrojan comida desde el cielo, los “cargo cults” de Oceanía se originaron mayormente durante la Segunda Guerra Mundial y el contacto directo de las poblaciones autóctonas con las tropas norteamericanas. Naturalmente, cayeron bajo la lupa de la antropología, que diseñó diversas explicaciones; pero, como observa el filósofo y escritor Pablo Capanna, estos cultos de Oceanía, que parecen tan alejados de lo occidental, guardan un notable parecido con los rituales políticos y las tribus de nuestras sociedades urbanas.
› Por Pablo Capanna
La República de Vanuatu, otrora conocida como Nuevas Hébridas, es uno de los países más pobres del mundo. En el 2004 su capital se sacudió cuando el presidente anunció que su país había sido favorecido, entre otras 16 naciones misérrimas, para recibir un subsidio norteamericano.
Se trataba del Millennium Challenge Fund, un intento de la administración Bush por mejorar su imagen ante el mundo, pero el pueblo se exultó porque corrió el rumor de que “George de América” los había agraciado con el premio mayor de una lotería a cambio del cual no tenían que hacer nada. Hacía muchas décadas que estaban esperando ayuda y confiaban en la llegada de un mesías llamado John Frum. Algunos creían que vendría de América y otros que los liberaría de los norteamericanos.
A comienzos del siglo XX, en otras islas de la Melanesia habían existido grupos que veneraban un borroso retrato del rey Jorge V de Inglaterra, a quien llamaban Ihova (Jehová) o esperaban la venida del duque de Edimburgo. Las creencias populares de carácter mesiánico se remontan a más de un siglo atrás, desde los primeros contactos con los navegantes europeos. En total, unos setenta cultos de corta vida, que suelen renacer con nuevos líderes y profetas.
El fenómeno se ha dado en otros lugares del mundo, pero es en la Melanesia donde ha sido estudiado mejor. Se lo conoce como “culto del cargamento” o cargo cult.
Una leyenda casi moderna
El cargo cult puede ser entendido como la reacción de supervivencia de una cultura agraria, tan primitiva en cuanto a tecnología como sofisticada en el arte, que tenía nueve mil años de historia y fue borrada en pocas décadas de presencia europea. El choque cultural, tremendo para pueblos que nunca antes habían tenido contacto con la civilización, se tradujo a fines del siglo XIX y comienzos del XX en una serie de movimientos mesiánicos que intentaban darle una respuesta: el culto Tuka de las islas Fiji (1885), los movimientos Baigona y Taro (Papúa 1912), la “locura de Vailala” (1919) y “The Marching Rule” en las islas Salomón.
Lo que iba a ser decisivo en la consolidación de estos cultos sería el impacto de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que debía parecerles extraterreno a los nativos. Acostumbrados a las escasas visitas de comerciantes y misioneros, de pronto se vieron invadidos por japoneses y norteamericanos que ocupaban y abandonaban las islas según la estrategia del momento.
Cuando las tropas japonesas llegaron a la isla de Buka (Bougainville), se encontraron con indígenas que imitaban los modales británicos y veneraban imágenes del rey de Inglaterra. Por las dudas procedieron a fusilarlos por considerarlos “ingleses”.
Más tarde llegaron los yanquis, con toda la abundancia de su logística militar, y establecieron una base de reaprovisionamiento en la isla de Santo. Llegaban en aviones (algo jamás visto) y arrojaban en paracaídas raciones y pertrechos: latas de sopa, salchichas, fruta enlatada, ropa, carpas, armas y herramientas metálicas. Eran objetos mágicos para quien ignoraba cómo se fabricaban.
Tras armar campamentos, abrir brechas en la selva para construir pistas de aterrizaje y regalar comida, Coca Cola, chicles, ropa y medicamentos a los nativos, un día los soldados se marcharon, abandonando todo lo que no valía la pena llevarse, lo cual incluía aviones averiados o jeeps en desuso.
Esperando el avion
Para los nativos, era como si los extraterrestres hubieran hecho escala en sus islas, dejándolas sembradas de objetos de una mágica tecnología y creando ese paisaje de chatarra invadida por las lianas tropicales que seduce la imaginación de un escritor como J. G. Ballard.
Llamaron “kago” a esos maravillosos productos que habían caído del cielo durante un corto tiempo: en el pidgin english de la región, “kago” es una deformación de “cargo”, el nombre de los buques cargueros. Pronto desarrollaron todo un culto destinado a propiciar a los poderes desconocidos para que volvieran a brindarles sus productos.
Comenzaron por levantar templos con chatarra de los aviones abatidos, y altares donde entronizaron “radios” de madera para comunicarse con el exterior. Con cocos, troncos de palmera, paja y cañas, levantaron parodias de depósitos. Erigieron antenas de bambú y torres de control donde se sentaban con sus auriculares de coco a esperar señales de radio.
Los nativos trazaban pistas de aterrizaje, encendían fogatas para atraer a los aviones y hacían señales con antorchas como habían visto hacerlas a los soldados. Montaban guardia con sus fusiles de palo e izaban puntualmente la bandera. Hasta imitaban la vestimenta y la conducta de los occidentales.
Si cumplían el ritual, las mercancías llegarían por barco, por avión y hasta en camiones, y aparecerían en cementerios, altares y otros sitios sagrados. Los indígenas no les rendían culto a los productos en sí, como hacen aquellos que celebran sus paseos de compras en los shoppings. Peticionaban ante sus propios antepasados. Ellos habían enviado a los marines, y volverían un día junto con el “cargo”, que había sido creado para los melanesios, antes de que los blancos se apoderaran de él.
Un grupo de Irian (Nueva Guinea) hizo su propia síntesis: quien volvería sería Jesús, para liberarlos de los blancos. Bastaría con confesar los pecados, hacerse bautizar por un misionero y tomar una poción que llaman “agua bendita”.
Algunos creían que los bienes vendrían del cielo, que está en Australia, o en la región del cielo que está encima de Australia. En Haití, los creyentes del vudú también creen que al morir sus almas irán a Guinea, y son tan pobres que jamás ninguno de ellos pudo tomarse un avión para ir a verla.
El fin de los tiempos
Los últimos etnógrafos habían andado por las islas en los años veinte. En los sesenta llegó una nueva generación de antropólogos, que se encontraron con un escenario inesperado. Los cargo cults habían proliferado y se vivían tiempos mesiánicos. Los nativos creían que había llegado la hora de la abundancia. Ya no hacía falta trabajar ni tener dinero. Se abandonaban los cultivos y se devoraban los preciados cerdos en grandes comilonas. No sólo estaban por desaparecer la injusticia y la desigualdad, sino también la muerte, el sufrimiento y la vejez.
El culto más consolidado es el de un salvador llamado John Frum o Jon From, que aún tiene sede en Tana, cuenta con tres grupos de adeptos en Vanuatu, y ¡hasta tiene su propia página web! Se dice que en su origen está un aviador yanqui que se presentó ante los nativos como “John from America” (John de América), lo cual explicaría el entusiasmo despertado por George (Bush) de América y sus subsidios.
Sin embargo, la primera noticia la dio en 1941 un funcionario del condominio anglofrancés que gobernaba las islas. Los nativos evitaban los valles porque creían que un cataclismo derribaría las montañas, se deshacían de sus bienes, se emborrachaban con kava y bailaban hasta caer agotados. Construían un aeropuerto para que aterrizara John Frum, que era hermano de Rusfelt (Roosevelt), el rey de América. El les traería casas prefabricadas, heladeras, lavarropas, autos, radios y hasta “mujeres rubias”.
Según una versión más radical, “Frum” viene de broom, escoba. Cuando nazca, será el reivindicador de la causa melanesia, el liberador que “barrerá” de una buena vez con los blancos. El hará de la isla de Tana, “madre del mundo”, un paraíso terrenal. Hasta le dará una nueva moneda, con la imagen de un cocotero.
Politica y mesianismo
Los cargo cults melanesios no son los únicos movimientos mesiánicos de liberación. Los antropólogos registran unos diez mil movimientos similares en Africa, quinientos en Filipinas, doscientos en Corea y cien en América latina. Uno de los primeros fue la “Danza de los Espíritus”, que creció en el siglo XIX en Estados Unidos entre los indios derrotados por Custer, cuando el profeta Wovoka anunció que los antepasados volverían “en ferrocarril”.
La interpretación de estos fenómenos ha oscilado según el vaivén de los paradigmas ideológicos que atravesó la antropología. Los primeros informes definían los cultos como “locura” o conducta irracional: así aparecían todavía en Mondo cane, un documental sensacionalista de los cincuenta. Más tarde llegó el funcionalismo, que se empeñó en mostrar qué necesidades satisfacían los cultos y más recientemente surgió una corriente que se propone rescatarlos como “narraciones de la resistencia”.
Muchos señalan que el concepto de cargo cult es bastante vago. Se ha dejado de caracterizarlos como una forma de pensamiento prelógico o propio de la “magia simpatética”, para tratar de entender mejor su peculiar lógica. De hecho, los melanesios no entienden la tecnología en la cual descansan los electrodomésticos (la mayoría de nosotros tampoco) pero también ignoran qué es la economía. Su culto es una parodia de nociones occidentales como ganancia, trabajo asalariado, producción, comercio, etc. Pero de ese culto mágico a la reivindicación revolucionaria hay un paso, como ocurre con John Frum.
Las razones del deseo
La expresión cargo cult se ha incorporado al inglés para significar tanto la esperanza de recibir algo por nada como el cumplimiento de un ritual que nadie comprende.
El gran físico Richard P. Feynman dio en 1974 una divertida charla donde denunciaba la existencia de una suerte de “ciencia del cargo cult”. Era una categoría en la cual incluía no sólo la parapsicología sino hasta las ciencias sociales y la pedagogía, y ni siquiera perdonaba a algunos de sus colegas de la física. Para Feynman, no basta con cumplir con las pautas formales del método científico para producir conocimiento válido, así como no alcanza con construir simulacros de aeropuertos para que lleguen los aviones. Encontraba que muchas conclusiones apresuradas no resistirían la refutación si alguien se tomara seriamente el trabajo de repetirlas todas las veces que fuera necesario.
Sin embargo, a pesar de Feynman han surgido nuevos cargo cults de gran popularidad que proponen ritos diversos para satisfacer la necesidad desentido que genera la anomia posmoderna. Hay quienes anuncian que bastará con aguardar la llegada de la Era de Acuario para que reinen la paz y la armonía, para lo cual hay que meditar y hacerse vegetariano. Hay quien se comunica con los extraterrestres y revela que ellos son los dioses que nos han creado y ahora vuelven para juzgar si somos dignos de subsistir. El mesianismo de películas como Encuentros cercanos o Cocoon propone el ritual propiciatorio para apurar su regreso. Pero ahora, para hacerse compatibles con la cultura tecnológica, los dioses llegarán en una nave espacial, rodeados de efectos especiales.
Todo esto recuerda demasiado el comportamiento de los melanesios, para que nos vayamos a dormir tranquilos. Es probable que si tomáramos contacto con una tecnología que nos llevara algunos miles de años de ventaja nuestra actitud quizá sería la misma. Pero el hecho es que eso todavía no ocurrió y quizá no ocurra nunca, pero por momentos parece como si se abandonara la idea de resolver los problemas que hemos creado para acariciar el deseo de que una instancia superior los resuelva milagrosamente.
Todos somos melanesios
El cargo cult, se dirá, es simplemente fruto del atraso, la ignorancia y la falta de información: bastaría una buena visita guiada por una fábrica moderna para aventar esos mitos y mostrarles cómo pensamos los civilizados.
Uno de los ejemplos más patéticos de cargo cult es la “gabarora” (grabadora), una radio tallada en madera que los aborígenes de la Amazonia usaban para comunicarse con los espíritus. Pero cuando se difundieron entre nosotros los primeros celulares, aparecieron los teléfonos truchos que no comunicaban, pero alcanzaban para hacer mímica y darse aires de fashion. Después, la electrónica de consumo se fue abaratando hasta hacerse accesible tanto a las tribus amazónicas como a las porteñas: las baratijas siempre son más baratas que la calidad de vida.
Un cacique melanesio le explicó a un antropólogo: “Los ingleses tienen ropa resistente y de muchos colores, y nosotros nos cubrimos con hojas. Ellos tienen grandes barcos y nosotros sólo canoas... El dios que les dio todo eso debe ser mejor que los nuestros y, si lo aceptamos, nos dará todo eso...”
El discurso suena extrañamente parecido a los argumentos con los cuales se nos quiso convencer, en los noventa, de que para pertenecer al Primer Mundo bastaba con imitar sus costumbres, con lo cual llegarían las deseadas inversiones. Si adoptábamos su moneda seríamos ricos como ellos, aunque no produjéramos nada valioso. Hoy en día, los nativos de estas tierras se tatúan y se colocan aros en los lugares más inesperados, como verdaderos papúas, celebran el Halloween y se emborrachan como cerdos para San Patricio, unas fiestas que no estaban en el folklore de estas atrasadas comarcas. Muchos excluidos han dejado de reclamar empleos y celebran sus piquetes en demanda de subsidios como si fueran devotos de un cargo cult. Hace años que esperamos que el Primer Mundo nos mande un stand by, un blindaje, un waiver o que nos perdone ese default que alguna vez festejamos como auténticos primitivos. El más reciente, aunque no el último, de los cargo cults argentinos fue la intensa vigilia montada para recibir a los chinos, que según la fantasía popular iban a pagar la deuda externa, traernos trenes bala y absorber la desocupación.
¿A alguien todavía le quedan ganas de reírse de los papúas?
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