A SESENTA AñOS DE HIROSHIMA
› Por Pablo Capanna
El 6 de agosto de 1945 en Hiroshima eran las 8.15 de la mañana cuando un bombardero norteamericano arrojó la primera bomba nuclear de la historia. Tenía órdenes de hacerla estallar a 680 metros del suelo, para causar la máxima destrucción posible. Tres días después, cuando todavía no se habían apagado los incendios, otro B-29 sobrevoló Kokura para arrojar una segunda bomba. El mal tiempo hizo que el piloto optara por el blanco secundario y arrasara con Nagasaki.
Entre las explosiones y los efectos remotos de la radiactividad unas 300.000 vidas de civiles indefensos fueron inmoladas en un colosal sacrificio al poder tecnológico. Los bombardeos convencionales ya habían devastado la mayoría de las ciudades japonesas, pero cuatro de ellas habían sido preservadas para ensayar “la bomba”.
Veinte años más tarde, el general Carl Spatz, que dirigió el operativo, apeló a la obediencia debida y sostuvo que se había limitado a cumplir órdenes. Lo cual no explicaba el humor macabro con el cual las bombas que arrojaron los aviones Enola Gay (el nombre de la mamá del piloto Tibbets) y Bock’s Car habían sido bautizadas “Nene” (Little boy) y “Gordo” (Fat man).
Los nazis se habían rendido el 7 de mayo. Los soviéticos ya habían movilizado tropas y se aprestaban a invadir Japón entre el 8 y el 15 de agosto. Truman lo sabía (escribió que ése podía ser el fin de la guerra) y los informes de inteligencia indicaban que el emperador estaba planeando la rendición. Pero Hiroshima era una demostración de poder dirigida a Stalin. Como sentenció tres años más tarde P. M. Blackett (Nobel de Física), Hiroshima fue, más que el fin de la Segunda Guerra Mundial, “el primer acto de la Guerra Fría”.
El Cuarenta y Cinco
El 2 de agosto de 1939, un mes antes de que Hitler invadiera Polonia, el economista Alexander Sachs le alcanzó a Eisenhower una carta redactada por Leo Szilard donde se recomendaba iniciar el estudio de un arma nuclear antes de que los nazis pudieran tenerla. Szilard era el físico que, en 1934, había patentado un proceso de reacción en cadena.
Entre los firmantes de la carta estaba un gran amigo de Szilard, Albert Einstein, quien en 1954 le confiaría a Linus Pauling que ése había sido el peor error de su vida. Einstein murió convencido de que Roosevelt no hubiera llegado a usar la bomba. Meses antes, en diciembre de 1944, le había escrito una carta a Niels Bohr donde preveía la carrera nuclear y anunciaba “destrucciones aún peores”.
Roosevelt leyó la carta días después, cuando ya la guerra se había iniciado. Puso en marcha lo que en 1941 se llamaría “Proyecto Manhattan”, contando con la activa participación de Fermi, Von Neumann y Oppenheimer. A mediados de 1945, Estados Unidos contaba con tres bombas: una iba a ser ensayada en el estado de Nuevo México y las dos restantes serían arrojadas sobre Japón.
Roosevelt murió repentinamente el 12 de abril, sin llegar a leer un memorándum en el cual Szilard le pedía que no recurriera al arma nuclear para no dar inicio a una inevitable carrera armamentista. Cuando asumió el vicepresidente Harry S. Truman, inmediatamente fue puesto al tanto de los detalles del proyecto.
La decisión que tomó Truman en 1945 daría comienzo al colosal despilfarro armamentista de la Guerra Fría, marcaría a más de una generación con el miedo a la guerra nuclear y provocaría una seria y saludable crisis ética entre los científicos.
Con el tiempo, se entendió que entonces nadie tenía ideas claras acerca del cambio cualitativo que la bomba introducía en la guerra. Los físicos ignoraban los efectos biológicos que la radiactividad provocaría en las víctimas y los militares pensaban que sólo se trataba de una bomba más grande que las convencionales. Lewis Strauss, que presidía la Comisión de Energía Atómica, no estaba de acuerdo con Hiroshima, pero proponía arrojar la bomba sobre un bosque cercano a Tokio, pensando que ¡sólo causaría un moderado incendio y una vistosa lluvia de astillas!
Entre los militares, el más decidido adversario de la bomba fue el almirante William D. Leahy, que había sido jefe de gabinete de Roosevelt y continuaba en la Marina bajo Truman.
Leahy no creía en el poder de la bomba. Al rey Jorge VI de Inglaterra le dijo que eso era “el sueño de un profesor” y a Truman le explicó que era “una tontería que jamás funcionaría”. El inglés Lord Cherwell, que coordinaba el esfuerzo bélico de la ciencia británica, también estaba convencido de que “los norteamericanos estaban tirando el dinero”.
Leahy podía ser ignorante en física, pero en cuanto a ética superaba a los civiles, que fueron los belicistas de esta historia. Después de Hiroshima, Leahy declaró que con ese acto su nación había vuelto a la barbarie de los siglos oscuros y añadió: “No me enseñaron a combatir de este modo. No se puede ganar una guerra matando mujeres y niños”.
Leahy no era el único jefe militar que discrepaba con Truman. En julio, el secretario de Guerra Stimson viajó al cuartel general aliado en Alemania para informar a Eisenhower, quien opinó que Japón ya estaba derrotado y no era necesario atacarlo con “esa horrible cosa”.
La misma opinión tenían MacArthur y los subsecretarios de Estado y de Guerra. A Herbert Hoover, el jefe del FBI, el bombardeo “le revolvía el alma”. Ellis Zacharias, vicedirector de la agencia de inteligencia naval que ya había elaborado varios planes para preservar a Hirohito y negociar la rendición de Japón, dijo que había sido “la peor decisión posible, tanto desde el punto de vista estratégico como del humanitario”.
Uno de los más categóricos fue el brigadier general Carter Clarke, quien afirmó: “No necesitábamos hacerlo, lo sabíamos y ellos sabían que lo sabíamos; simplemente, usamos a los japoneses para experimentar dos bombas”.
A ultima hora
El 28 de mayo, Leo Szilard, que trabajaba para el Proyecto Manhattan, se entrevistó con el secretario de Estado James F. Byrnes, quien volvía de la conferencia de Yalta. Cuando Byrnes le informó de los planes del gobierno, Szilard objetó que, derrotada Alemania, no tenía objeto seguir con la bomba. Pero Byrnes estaba más preocupado por intimidar a la Unión Soviética. Alegó que, habiendo gastado más de dos mil millones de dólares, el gobierno tenía necesidad de hacer algo espectacular y con una demostración de fuerza la Unión Soviética moderaría sus ambiciones en Europa. Szilard le recordó el peligro de desatar una carrera armamentista, pero Byrnes se mantuvo firme. El subsecretario de Marina, Ralph Berd, consideró luego que el bombardeo había empujado a los rusos por el camino de la confrontación nuclear.
J. Robert Oppenheimer, que entonces dirigía el proyecto, defendió el uso de la bomba en Japón. El físico Edward Teller, que pasaría a la historia como el “Doctor Strangelove” del film de Kubrick, también se negó a firmar la petición de Szilard. Su argumento fue que la bomba “era tan horrible que ayudaría a abolir la guerra; por eso debía ser usada en combate”.
El 11 de junio James Franck, Szilard y otros seis investigadores del Proyecto Manhattan presentaron un pedido de proscripción de las armas nucleares. El documento decía que la bomba era “el camino que lleva a la destrucción mutua total”, y que sería difícil explicarle al mundo por qué Estados Unidos había estado preparando en secreto un arma tan atroz como las V2 de los nazis. En esos días, el general Groves pidió que apartaran a Szilard del proyecto por ser “un extranjero enemigo”.
Un mes más tarde, el 16 de julio, se hizo estallar en Alamogordo (Nuevo México) una carga nuclear equivalente a 15.000 toneladas de TNT. Truman quedó bastante impresionado y declaró: “Parece la cosa más terrible que jamás se haya descubierto, pero puede ser la más útil”. Después de Hiroshima, todavía opinaría que era “la cosa más grande de la historia”.
Al día siguiente Szilard volvió a la carga con otro petitorio para el cual había obtenido la firma de 69 científicos. El documento advertía que en el futuro ninguna ciudad estaría a salvo de la aniquilación repentina, y añadía: “La nación que usa estas fuerzas naturales recientemente liberadas deberá asumir la enorme responsabilidad de iniciar una era de devastaciones inimaginables”.
El equipo Strangelove
Aparte de Teller y Byrnes, el principal “halcón” era el secretario de Guerra Henry Stimson, el único que fue capaz de justificar Hiroshima asegurando que había salvado medio millón de vidas norteamericanas. Stimson le había dicho al físico James Conant, de Harvard, que la bomba era la única manera de concientizar al mundo y abolir la guerra. Ninguna demostración hubiera sido suficiente, había que usarla y causar estragos para que fuese efectiva.
El ministro pensaba que la bomba A era “la carta vencedora” que les permitiría ganar el póquer con los rusos. El propio Truman postergó la realización de la conferencia de Potsdam hasta tener la bomba “en el bolsillo”.
En el avión, cuando viajaba a Potsdam para reunirse con Churchill y Stalin, Truman sacó del bolsillo un poema de Tennyson que llevaba siempre consigo y se lo leyó a sus acompañantes: hablaba de las naves aéreas del futuro que arrojarían la destrucción desde el cielo para forzar la creación de un gobierno mundial.
Potsdam duró del 17 de julio al 2 de agosto. Truman informó a Stalin que iba a usar la bomba, una vez que fracasara el ultimátum que los “tres grandes” le planteaban a Japón. Stalin no se inmutó: tres años antes el físico Flerov lo había interesado en el tema. Convocó a sus físicos y sus espías y para 1949 ya contaba con la Bomba. Churchill ya le había confiado a su asesor Ismay, a comienzos de 1945, que el secreto sólo iba a poder mantenerse unos años o quizá meses.
Truman Show
Los efectos de la bomba A y hasta la tecnología necesaria para hacerla ya habían sido expuestos en cuentos de ciencia ficción como Solución insatisfactoria (1941), de Heinlein, y Ultimo plazo (1944) de Cartmill, que despertó las sospechas del FBI. Pero ni siquiera sus autores proponían usar la bomba si no estaba precedida por una demostración inocua.
Todos los actores de esta tragedia leían (y algunos escribían) ciencia ficción: Teller, Szilard, Oppenheimer y el mismo Truman. Aquellos versos del poema de Tennyson (Locksley Hall, de 1842) que tanto emocionaban a Truman, no eran la única lectura que había nutrido el inconsciente presidencial. A principios de siglo, cuando Harry vivía en una granja de Missouri, solía devorar revistas y suplementos dominicales donde aparecían historias de armas fantásticas, capaces de aniquilar al mundo: El hombre que sacudió la Tierra (1914), El último conflicto (1914), La conquista de América (1916). El joven Truman estaba suscripto al American Sunday Magazine, que publicó en 1907 el folletín La flota desaparecida. Allí se narraba cómo en respuesta a un ataque japonés el presidente de los Estados Unidos autoriza desarrollar “la mayor arma que jamás ha conocido la ciencia”, que combina el poder del átomo con el poder aéreo, y decide usarla “para terminar para siempre con las guerras”.
Una historia alternativa
Una de las personas que más estudiaron la historia de la bomba A y el origen de la carrera armamentista fue el periodista británico Ronald W. Clark (1916-1987), prolífico autor de biografías de hombres de ciencia como Einstein, Darwin y Franklin y de libros sobre la era victoriana.
La cuestión que inquietaba a Clark era la que nos sigue preocupando: ¿por qué se tomó esa decisión fatal que cambiaría la historia? Los avances de la física, ¿fueron inversamente proporcionales a los de la ética?
Para intentar comprenderlo, Clark escribió una extraña novela: La Bomba de la Reina Victoria (1967). Clark se preguntaba allí qué hubiera ocurrido si los victorianos hubieran tenido en sus manos el poder nuclear, y trazaba una parábola que dejaba mal parado al siglo XX.
El autor simulaba haber encontrado el manuscrito de un tal profesor Franklin Huxtable, discípulo de Dalton, admirador de Becquerel y amigo de Tennyson (el poeta que inspiraba a Truman), quien allá por 1886 descubría que acumulando una cierta masa crítica de uranio se liberaría energía. Huxtable hace una modesta experiencia y comunica los resultados al primer ministro Peel, a la reina Victoria y al príncipe Alberto. La corona lo autoriza a realizar una experiencia en una meseta de la India, utilizando un dispositivo muy sencillo: dos masas de uranio refinado que se desplazan sobre rieles hasta colisionar. La experiencia tiene éxito, aunque todos creen que fue un terremoto. Sin embargo, la reina Victoria manda archivar el informe porque considera que está ante una opción moral y piensa que destruir ciudades enteras sería una masacre imperdonable. Más tarde la bomba está a punto de ser usada en la guerra de Crimea, pero una tormenta impide que las dos partes se junten. Florencia Nightingale y Lincoln se interesan por el invento y deciden silenciarlo. Por último, cuando va a ser usado para reprimir una sublevación en las colonias africanas, los nativos destruyen accidentalmente la bomba antes de que pueda ser usada.
¿Hubieran sido más éticos que Truman los victorianos? Por lo menos, cualquiera diría que Hitler y Stalin no hubieran tenido reparos.
De todos modos, la historia siguió su curso. Einstein se arrepintió de su carta y fue un activo pacifista. Szilard, que temía que lo juzgaran como criminal de guerra, emprendió una larga lucha contra las armas nucleares. Teller fue asesor de Reagan. Byrnes renunció en 1947, en desacuerdo con Truman. El piloto del Enola Gay ascendió a brigadier general. Eisenhower fue presidente y bajo su gobierno se desató el macartismo, el cual, irónicamente, persiguió a Oppenheimer acusándolo de ser comunista. Sajarov, que hizo la bomba H rusa, también fue perseguido.
¿Truman? Se cree que murió sin sentir remordimientos.
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