Sáb 15.10.2005
futuro

PALEOPATOLOGIA

La confesión...

Por Enrique Garabetyan


El cruce que dio arranque a la paleopatología era inevitable: medicina e historia –dos de los “corpus” de conocimiento científico que acompañan al hombre desde sus primeros pininos sobre la Tierra– tenían que coincidir en algún campo de estudio común. Ese es justamente el objetivo de esta especialidad, el estudio de las enfermedades y las dolencias de antaño.

Pese a que era una previsible encrucijada, lo cierto es que aún en bibliotecas técnicas no se encuentran demasiadas referencias a esta especialidad de la medicina (o de la historia) que se remonten más atrás del siglo XIV. Y de hecho, su verdadero desarrollo ocurrió –primero tímidamente– a principios del XX, para despegar como rama científica reconocida e independiente recién después de la Segunda Guerra Mundial.

Los puristas gustan distinguir a la “paleopatología” de la “paleomedicina”. Acotan la primera al estudio de los rastros de enfermedad dejados en fósiles y momias de humanos y animales. Y, además, la amplían en dirección a la arqueología, ya que suelen incluir en su objeto de estudio el análisis de signos relacionados con la enfermedad proveniente de rastros arqueológicos. Por ejemplo ánforas decoradas, textos de papiros, etc., etc. En cuanto a la segunda, la paleomedicina, la limitan a las huellas de una acción médica que deja su impronta en fósiles y momias. Por otra parte, su origen etimológico es simple: proviene de la antigua Grecia, como ocurre con tantas otras ciencias. Sus raíces son “paleo”, antiguo; y “pathos”, sufrimiento.

Demoliendo mitos

Entre los primeros aficionados a la paleopatología podrían ubicarse un par de nombres que con los años se harían famosos, aunque, en honor a la veracidad, lo harían por otros aportes a la ciencia médica del siglo XIX. Entre ellos se cuentan Rudolf Virchow y Pierre Paul Brocca, fundador de la Société d’ Anthropologie francesa. Ellos, junto a otros colegas menos reconocidos, escribieron trabajos donde reflejaban, por ejemplo, análisis de cráneos de restos de Neanderthal y hombres de Cromagnon. En esos huesos descubrieron rastros patológicos concretos. Sin embargo, sobrevolaba en estos estudios una perspectiva dominantemente médica, y no llegaban a extender sus reflexiones hacia la epidemiología ni hacia la cultura que rodeaba al objeto de sus desvelos.

Lo cierto es que la paleopatología contemporánea comenzó a expandirse en forma concreta durante las primeras décadas del siglo XX, usualmente practicada por antropólogos con formación médica o por patólogos con inclinaciones históricas. Sus cultores intentaron discernir epidemiologías, males y afecciones que afligieron a nuestros ancestros e identificar los distintos patrones de salud y enfermedad que se fueron sucediendo en el camino evolutivo y en las distintas sociedades y culturas, tanto primitivas como ya cercanas en el devenir histórico.

Vale agregar que hoy, a los paleopatólogos no sólo los espolea la mera curiosidad sobre una época o dolencia particular, sino que sus conclusiones pueden ofrecer una perspectiva evolutiva –y muy útil– sobre enfermedades actuales. Por ejemplo, teniendo en cuenta los diferentes ambientes históricos, junto al tipo de males que acosaban a sus habitantes, es posible construir teorías, hipótesis y predicciones sobre la variable relación entre biología humana, cultura y enfermedad. Algo que puede verse en forma clara con un ejemplo muy simple: el lógico cambio de patrones de los “achaques más comunes” que se verificó durante la transición de la sociedad de cazadores y recolectores a la organización social basada en la agricultura. También en la ya consolidada relación –se sabe que lleva más de 9000 años vigente– que parece haber entre la presencia endémica del Mal de Chagas y las poblaciones originarias americanas.

Otro mito que la paleopatología ha derribado es el de la sífilis llevada a Europa por los marineros de Cristóbal Colón, de regreso de sus expediciones. Pues investigaciones de expertos británicos descubrieron cadáveres ingleses con claros signos de esta enfermedad de transmisión sexual. Todos los restos examinados provenían de un período comprendido entre 1319 y 1439. O sea, muchos años antes de que Colón siquiera naciera, la sífilis ya hacía estragos en el Viejo Continente.

Detectives medicos

La fuente primaria de información paleopatológica es llamativamente sobria: los huesos. Es que son los únicos tejidos vivos que logran perdurar y dar testimonio de salud o enfermedad a través de siglos o milenios. Por lo tanto, el paleontólogo suele moverse entre placas de rayos X, análisis bioquímicos, estadísticas y, en años recientes, un aporte cada vez mayor de la genética. Además, el profesional necesita contar con una buena dosis de lógica detectivesca, algo que, curiosamente, hoy está siendo explotado en numerosas series de TV y películas, donde los forenses abandonaron su tradicional segundo plano del laboratorio para convertirse en protagonistas del argumento.

Pero lo cierto es que desde hace ya muchas décadas el estudio de los huesos, incluyendo (si se dispone de información adecuada) la disposición final del esqueleto en su tumba junto a otros objetos, permite hipotetizar, con cierta precisión, algunos signos vitales que alumbraron la vida y el final del occiso, tales como la edad, causa de muerte y algunos detalles de la hoja clínica como su estado nutricional, dieta o si padeció enfermedades como osteoatritis, sífilis o tuberculosis, que pueden dejar huellas reconocibles en la morfología del tejido óseo. También la forma en que soldaron huesos fracturados puede revelar hechos de violencia, accidentes o infecciones.

Y es algo más complicado, pero no imposible, verificar la presencia de tumores y lesiones neoplásicas y hasta ensayar alguna epidemiología. En algunos casos muchos datos de contexto pueden provenir de sumar al análisis testimonios de “fuentes secundarias”. Por ejemplo, relatos o dibujos de obras de arte, de objetos decorados o de pinturas relativas a la época analizada.

Rastro de muerte

Debido a la casi total desaparición de los tejidos blandos de un cuerpo en descomposición, los paleopatólogos suelen tener que contentarse con que se les tire un hueso. Pero, pese a lo escueto de dicha materia prima, es posible de allí deducir un buen puñado de datos vitales. Por ejemplo:

- Evaluar el grado de nutrición y, a grandes rasgos, el tipo de dieta de su “ex propietario”, lo que puede conocerse a partir del grado y forma de desgaste que muestran dientes, muelas y de la presencia de caries. Justamente, una concentración de estas perforaciones se asocia, casi en forma invariable, con comida blanda y pegajosa, típico de dietas basadas en la agricultura.

- Cierta porosidad del tejido óseo puede vincularse con una crónica deficiencia de hierro que causa una anemia. Aunque ésta también puede tener alguna concausa, como parásitos o infecciones. También es posible encontrar rastros de deficiencias en la ingesta de vitamina D.

- La desnutrición crónica queda al desnudo en base a las medidas del tamaño promedio que teóricamente alcanza un hueso y la falta de piezas dentales en edades tempranas, que también se convierte en un indicador de dieta poco abundante.

- Varias enfermedades dejan rastros indelebles en los huesos. Caso típico es la tuberculosis que marca las costillas o la sífilis congénita, algunos procesos avanzados de lepra y un puñado de infecciones que también dejan su sello.

- No es fácil –pero sí posible– encontrar en los huesos vestigios de tumores y la epidemiología de estos males parece sugerir algo llamativo: la frecuencia del cáncer en la antigüedad era considerablemente menor a la actual, incluso corrigiendo las cifras en base a las diferentes expectativas promedio de vida.

- El tipo de trauma más común en ciertos huesos y su manera de soldar suelen brindar buenas pistas sobre prácticas culturales. Así, se han encontrado poblaciones de Neanderthales cuyos huesos muestran coincidencias con las fracturas más frecuentes sufridas por los “cowboys”, lo que podría sugerir que nuestros ancestros pasaban parte de sus vidas en contacto muy cercano con animales de gran porte.

- El tipo de trabajo cotidiano –mucho esfuerzo físico para levantar grandes pesos, usar arco y flecha o tirar de un arado– causa extremo desarrollo de variados grupos musculares, lo que deja rastros en articulaciones y huesos involucrados.

- Ciertos episodios de estrés durante el crecimiento, o la falta de una nutrición correcta y hasta una severa infección, marcan estrías de diversa opacidad (denominadas líneas de Harris) que pueden ser encontradas al revisar una radiografía. Y algo similar pasa con los dientes.

El secreto de la momia

Desde que Napoleón las puso de moda en Europa –luego de sus campañas egipcias en las que se hizo acompañar por nutridos grupos de científicos–, las momias han revelado una enorme cantidad de datos epidemiológicos. Para preservar su preservación, valga el juego de palabras, los paleopatólogos recurren a estudios hechos por medio de placas de rayos X. Y, más recientemente, a tomografías computadas que permiten reconstruir tejidos en forma tridimensional sin afectar el exterior, por lo que ni siquiera es necesario tocar las capas superficiales de la momia, preservada ya sea por procesos especiales (como el del antiguo Egipto) o por el clima, como en el caso de hallazgos hechos en cumbres de cerros de la Puna argentina.

De ser sí o sí necesario contar con muestras de primera mano de algún resto interno de la momia –para poner bajo el microscopio, por ejemplo–, el paleopatólogo puede apelar a recursos quirúrgicos tales como la endoscopía. Las muestras así obtenidas pueden ser sometidas a análisis químicos, en busca de venenos, por ejemplo; o biológicos, buscando rastros de parásitos o infecciones bacteriales. Y también de ADN, para identificar agentes infecciosos.

Con todas estas técnicas, los epidemiólogos del pasado pueden afirmar que a los vecinos del imperio del Nilo ya los afectaba, con gran frecuencia, la esquistosomiasis y otros parásitos similares. Y la malaria era un mal común. También padecían de neumoconiosis, una enfermedad pulmonar producida por inhalación de arena. Además, una de las enfermedades que, según la propia OMS está marcando el siglo XXI, ya era amargamente conocida hace 3000 años: la tuberculosis. Otra patología que dejó huellas en los cuerpos egipcios fue la poliomielitis y hay indicios de epidemias de viruela. En cambio, la incidencia de las enfermedades cardiovasculares y de cáncer era bastante menos frecuente que hoy en día.

En 1983 el francés Marcel declamó que las enfermedades contribuyen a la definición de una cultura. Y propuso ejemplos concretos al punto de que podría apuntarse que cada época tuvo un “estilo” patológico propio. Como muestra, la Edad Media fue el turno de varios males colectivos como pandemias de viruela y pestes varias. El Renacimiento fue tiempo de sífilis. Durante la Ilustración, la alta sociedad europea solía ser víctima de la apoplejía, la obesidad y la gota. Y en las artes, el Romanticismo es casi sinónimo de tuberculosis. Seguramente, pocos discutirán que la transición del siglo XX al XXI será marcada como “los años del sida”.

Vale entonces pensar que los paleopatólogos, además de satisfacer el imperio de la curiosidad, también aportan algo importante: datos capaces de poner las enfermedades humanas de ayer y de hoy en una correcta perspectiva.

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